domingo, 6 de marzo de 2011

:BodyWorld, de Dash Shaw.

Tras leer en su momento The Mother's Mouth, servidor, al menos, no se imaginaba cuánto y cuan rápido iba a evolucionar su creador, Dash Shaw. Aquella era una obra primeriza (el muchacho tenía poco más de veinte años cuando la hizo), llena de ideas narrativas, llena de energía, pero todavía renqueante en cuanto a historia.

Su siguiente obra ya era grande, a pesar de que todavía estaba confeccionada por un jovenzuelo de veintipocos años. Ombligo sin fondo era descomunal en tamaño y ambición. Los hallazgos narrativos fluyen con total naturalidad, como apuntes a vuelapluma, como si el señor Shaw se estuviese inventando sobre la marcha un nuevo lenguaje, con su propio vocabulario, su propia sintaxis y su propia gramática. Quizás -quizás- no estaba inventando nada nuevo, pero sí tenía la suficiente sabiduría, o instinto, como para engarzar todos esos recursos que estaban y están flotando en el aire desde hace unos años, en un discurso que sí parece estar inventándolo todo. Leyendo a Shaw uno siente la excitación que debieron de sentir los coetáneos de los pioneros de hace un siglo. Para aquellos todo parecía posible porque la tinta de las normas inviolables todavía no se había secado del todo. Shaw parece desconocer la existencia de esas normas, pero lo grande de su obra es que no sólo sabemos que conoce las normas, sino que sabemos que las domina. Y aún así, trabaja como si nadie hubiese hecho un cómic antes que él.

¿Cómo saber si algo es una anomalía o el comienzo de una nueva corriente, el punto de partida de una nueva vía expresiva? Esa autopista de ocho carriles en que se ha convertido la obra de Chris Ware, comenzó como un pequeño sendero que uno no sabía si acabaría cubierto por la maleza con las próximas lluvias. Ese sendero que desbrozó Chris Ware con sus propias manos no sólo se ha convertido en moda estética o narrativa, se ha convertido en influencia casi ineludible (uno intuye que los que lo evitan, lo hacen de forma consciente; es decir: crean en el hueco que deja Ware). La juventud de Shaw, unido a su inmenso talento, aquí le ha venido de perlas: la influencia de Ware es absorvida sin imposturas, sin un distanciamiento irónico. Shaw bebe la obra de Ware, pero en su estómago se mezcla con los demás brebajes que lo alimentan: manga, cómic europeo, underground, Kirby... Es decir: TODO lo que en el cómic ha sido. Y a eso hay que añadir cartografía, manuales de instrucciones, videojuegos y cualquier otra manifestación humana de naturaleza gráfica. Que el resultado sea un prodigio formal de apasionante e hipnótica lectura en lugar de una papilla intragable, sólo se debe al talento de Shaw.

En Ombligo sin fondo desmenuzaba las relaciones familiares hasta dejar el hueso límpio y bien a la vista. Con su siguiente obra larga -excusa de este texto-, BodyWorld, Shaw extiende su mirada y su análisis hasta incluir a toda una estructura social, aquí ejemplificada en la imaginaria y futurista ciudad de Boney Borough. Esta ciudad ideal funciona como un superorganismo, un cuerpo en el cual cada elemento trabaja por el bien del conjunto. Este es el principal tema que trata la obra: la lucha entre el individuo y la colectividad.

Este aparente equilibrio se rompe con la llegada de un elemento foráneo, un virus que es inoculado en el BodyWorld. El doctor Paulie Panther, una expecie de biólogo gonzo experto en drogas (sobre todo en consumirlas para catar los efectos en primera persona), llega desde New York atraído por las noticias de una planta desconocida que crece en la zona. Su irrupción en el mundo académico de Boney Borough hace que todas las relaciones y dinámicas establecidas sean replanteadas. Es decir, que es llegar él y que se joda el asunto.

La planta (de misterioso origen), una vez deshidratada y fumada, produce un efecto de empatía tal, que llega a unir psíquicamente a los que la consumen. Este efecto, paradógicamente, deshilvana ese idílico tejido social de trama casi matemática. Un mapa desplegable que acompaña la edición del cómic nos sitúa cartográficamente en un lugar preciso en cada momento. Es decir, el mapa es un documento espacial detallado, y el cómic un glosario temporal igualmente preciso. Juntos conforman un sistema de coordenadas, una red espacio-temporal de la que los personajes -y por extensión el lector- no pueden salir. La rigurosa composición de página así lo corrobora, una pauta firme y homogénea como un metrónomo, una cuadrícula de meridianos y paralelos que cartografían este BodyWorld. Todo eso se rompe en los capítulos finales, donde la estructura social tocada se manifiesta en la ruptura del patrón de diseño de página.

La edición (magnífica) también tiene su historia. La obra nació como webcómic, lo que supone unas formas y unos modos difíciles de trasladar a un libro encuadernado. La experiencia, que en origen era una tira vertical que uno leía a base de scroll (curioso que las formas “modernas” vuelvan al antediluviano libro en rollo, anterior a la encuadernación), en libro se ha intentado simular con una encuadernación apaisada pero en vertical; es decir, cada página está encima de la posterior, no al lado. El invento, a parte de ser un poco incómodo de manipular, funciona como remedo de la lectura electrónica mientras el patrón compositivo es estable en su 3x4; pero en el capítulo final, con esa panorámica vertical de la ciudad de New York que aquí es dividida, y cortada, en varias páginas, pues uno se queda un poco a medias. Vaya, que el invento podía haber quedado más apañado. Quizás unas páginas desplegables, como en el final de Ronin, no sé. En cualquier caso, minucias, ganas de poner peros a una obra monumental.

Por lo dicho, un lector que todavía no se haya enfrentado a su lectura podría pensar que es un soberano coñazo. Nada más lejos. BodyWorld es una lectura intensa, pero también amena y divertida, por momentos casi hilarante, con una mezcla de tonos y registros pocas veces visto en el cómic occidental (sí en el manga). Aquí hay culebrón estudiantil a lo Archie, paranoia drogata a lo Hunter S. Thompson, locura Philipdickiana, y ese extrañamiento del medio oeste americano que tan bien ha retratado Lynch. Hay deportes inventados, hay peleas patéticas, hay lecciones de diseño, hay sexo adolescente... Y todo plasmado con un dibujo feísta que, paradógicamente, da forma a algunas de las páginas más hermosas que he visto últimamente, que queman la retina con una paleta de colores inéditos, como de otro mundo.

No sé a dónde llegará Dash Shaw en su carrera, pero si mantiene este nivel de experimentación, inquietud y excelencia, podemos estar ante uno de los grandes, de los que marcan una época. No lo lean en las enciclopedias dentro de veinte años, léanlo a él. Aquí y ahora.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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