30 de noviembre - Damián no me contesta ni en casa ni en el móvil, que primero está apagado o fuera de cobertura y a partir de las siete de la tarde tiene el buzón de voz conectado. Después de la tormenta de ayer, hoy hace calor como de final de verano, con mucha humedad y sonidos selváticos. Los animales todavía no se fían; les llevará un par de días retomar la normalidad. A nosotros nos va a llevar un poco más. Tipos del ayuntamiento están recogiendo los desperfectos, las tejas, cristales, farolas y ramas que salpican la calle; las reparaciones vendrán después. Me cruzo con un par de vecinas al volver de comprar el pan y cotilleamos un poco: nuestro barrio de viviendas unifamiliares de clase media/media-baja no es una prioridad para el ayuntamiento. Los operarios, dicen, sólo se han pasado por aquí a despejar la carretera para que pueda circular el tráfico. Sin embargo, la tubería rota ha dejado a media acera sin agua (unas treinta casa, unas cincuenta personas, lo mismos que viven en un par de edificios del centro), y no han hecho nada al respecto. Eso evidencia sus prioridades. Mis dos vecinas no cuentan con que se presenten los del agua hasta dentro de dos o tres días. No me atrevo a preguntarles como se las van a arreglar sin agua hasta entonces.
Damián sigue sin contestar. Él y yo éramos inseparables de niños, cuando el hecho de vivir en casas contiguas es motivo suficiente para ser los mejores amigos. En la primera adolescencia era imposible vernos por separado; teníamos chistes privados, utilizábamos las mismas muletillas, terminábamos las frases del otro. Comenzamos a interesarnos seriamente por el cine: íbamos a ver dos películas por semana y nos gastábamos el resto de la paga en el videoclub; grabábamos cortos con la videocámara de su padre, y hasta hicimos una revista de cine durante una época, con críticas de las películas que habíamos visto esa semana (como todas se llevaban cinco estrellas, tuvimos que inventarnos una sexta para distinguir las películas que realmente nos habían gustado), fotos que sacábamos de la guía de la tele y la sección de noticias que recortábamos del boletín del videoclub; esto lo fotocopiábamos y se lo vendíamos por diez pesetas a nuestros padres, al abuelo de Damián y a Roge, un compañero de clase con un ligero caso de hidrocefalia.
Recuerdo que hasta le lloré a mi madre un año que nos tocó en clases separadas hasta que fue a hablar con mi tutora. Nunca le pregunté que pasó en esa reunión, pero nos mantuvieron en grupos distintos. Por esa época, los catorce años, nos comenzamos a distanciar, no sólo físicamente: sus padres se divorciaron y Damián se fue a vivir con su madre a un piso al final de la calle, al otro extremo de un abismo de ciento cincuenta metros; al mismo tiempo, empezaron a gustarle seriamente las chicas y les dedicaba todos sus esfuerzos y tiempo. Como a mí todavía no me volvían loco, podía observarlo con cierta objetividad analítica: la adolescencia le sentó mal a Damián, los rasgos le crecieron descoordinadamente y sufrió un grave caso de acné. Con una nariz como un pepino y la cara, literalmente, supurando sangre y pus, lo único que logró con las chicas guapas del instituto fue ser su recadero. Lo más parecido por aquellos tiempos a tener un amigo gay. Comencé a mirarlo con superioridad moral cuando nos saludábamos por los pasillos, yo, que había descubierto los placeres de la nouvelle vague y el ajedrez.
Acaba de llamar a la puerta un tipo del ayuntamiento para hablar conmigo (parece ser que alguien le ha dado mi nombre y me habla como si yo fuese un representante vecinal. Yo le digo que yo no soy en realidad yo, que soy mi compañero Emilio G.R. pero que puede contarme lo que venía a contarme a mi). Es un tipo gordo, afeminado, con un color de piel como de genitales de tanto solarium. Me da una tarjeta, se llama Mónico. Se sincera conmigo a media voz y después de mirar a los lados con suspicacia: el ayuntamiento (ese ente abstracto y corrupto que se ha dedicado los últimos ocho años a construir parkings privados) está sobrepasado y se ha visto obligado a subcontratar las reparaciones de nuestra zona, un barrio construido originariamente por el sindicato de electricistas y que siempre ha mantenido una relación tensa con el poder municipal. Como si me estuviese hablando en chino. Mónico está apretando para que nos cambien la tubería cuanto antes. Me promete que pasado mañana a lo sumo. Le pregunto cómo nos las vamos a arreglar sin agua dos días y, tras un silencio, me dice que verá lo que puede hacer. Le doy mi teléfono y promete llamarme para darme una solución esta misma noche. Emilio, me dice, confíen en mí.
Después del instituto, Damián se fue a estudiar a Madrid a una universidad privada el equivalente en universidad privada de Empresariales, algo así como Dirección y Gestión Empresarial. Tras años sin vernos me lo encuentro en nuestro colegio electoral como interventor de un partido político al que nunca le votaríamos ninguno de los dos. Ambos seguimos empadronados en nuestras casas maternas por motivos fiscales aunque ninguno de los dos vivamos ya allí. Damián se afilió a ese partido (Pelanduscas Portuarias) por motivos pecuniarios. De repente, llegados a cierta edad, todo tiene que ver con el dinero.
Intercambiamos teléfonos como quien se da la mano, pero unas semanas después me llama para ofrecerme un trabajillo de un par de días. Como no tengo nada mejor que hacer, acepto. Quedamos para tomar una cerveza y me lo explica (ya no recuerdo de qué trataba, da igual), y nos ponemos al día en lo que acabará por convertirse en una costumbre: él me cuenta sus correrías sexuales más recientes (que bordean la leyenda), y yo mis paranoias y cuitas de pareja, según esté en ese momento viviendo solo o en pecado.
Por fin me contesta al teléfono. Le digo que si puedo pasarme por su casa para darme una ducha, que estoy sin agua y tengo hasta las sangraduras de los brazos irritadas de tanto sudor. Después de ducharme nos apoltronamos en el sofá, compartimos un canuto y un par de cervezas y Damián me cuenta que anoche acabó enrollándose con una tía (ni Lucía ni ninguna de nuestras compañeras: otra) pero lo que creía que era un condón en el bolsillo acabó siendo una toallita aromática para las manos que cogió en un stand de la feria, con lo que se acabó corriendo en las tetas de la tía y pasándole después la toallita.
Yo no le digo que llevo días sin dormir porque no puedo dejar de pensar en Z. No es que a lo largo del día, sumado el tiempo total, le dedique mucho tiempo tangible a pensar en Z; pero sí se me presenta continuamente, apenas un segundo, una imagen que se repite a intervalos, como si estuviese intentando salir de un laberinto y me diese de bruces con el mismo callejón sin salida una y otra vez.
Sí le digo que ayer follé con Rafaela y que justo le bajó la regla y que su compañera de piso está como un cencerro. No para de reírse mientras va a la cocina y vuelve con dos cervezas más. Me pide que le cuente qué soñé hoy; no sé por qué le tranquiliza tanto oír mis sueños, pero parece un niño escuchando un cuento antes de dormir. Para salir del paso le repito mi sueño recurrente de los interruptores, que tanta gracia le hace: me levanto sigilosamente todas las noches y me como los interruptores de la luz de la casa. Al intentar arrancar el del timbre de la puerta lo hago sonar y despierto a toda mi familia, que descubren así que el causante de las misteriosas desapariciones de interruptores era yo y no un ratón, teoría que manejaban hasta ese momento.
De vuelta en casa escribo esto mientras oigo al vecino hablando solo; y después no sé si se ríe o si está llorando.
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1 comentario:
menos mal que es largo para resarcirnos con la espera!!!
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