[Continuación] El característico soniquete de Windows me recibe como himno de tierra conocida. Pruebo a reproducir un video que aparece en medio de la pantalla, justo entre las caras sonrientes de Begoña y mi hermana. Es una grabación temblorosa y mal enfocada de Begoña apoyada en la barandilla de un barco. Tiene la nariz quemada y habla pero no se le entiende nada porque el viento rompe el sonido con un estruendo flameante. Pulso pausa y voy a la cocina. Es mi única oportunidad, así que respiro hondo y trato de sonar casual. Interrumpo la conversación para comunicarles que ya he arreglado el problema del sonido. Era complicadillo, añado con gesto técnico, pero creo que ya está; si quieren pueden ir a verlo (este es el momento crítico). Se hace el silencio en la cocina, probablemente un segundo y alguna centésima, pero para mí son como diez tensos segundos, transcurridos los cuales, mi hermana se encoge de hombros y me dice que no hace falta, que ya lo verán después. Gracias. Y siguen con su conversación. No se me ocurre, allí plantado, ninguna otra excusa para sacarlas de la cocina. Me siento como un yonkie pidiendo para pincharme poniendo como excusa que es para coger un autobús. Me siento rastrero y sucio y patético, y al mismo tiempo me muero de ganas de lanzarme al cajón. Todo lo importante tiene que estar ahí; todas las medicinas de la diabetes, por ejemplo. Visto que no van a salir de la habitación, decido retirarme discretamente con los restos de dignidad que todavía me quedan. Apago el maldito ordenador y los altavoces (a ver si le doy un pequeño susto) y me pongo la cazadora empapada. Vuelvo a la cocina y le digo a mi hermana que me tengo que ir. Ella me dice que espere un momento y saca un pudding de la nevera y lo envuelve en papel de aluminio y lo mete en una bolsa y me lo da. Con la bolsa en la mano me despido con un par de besos de Begoña (que siempre aprovecha estos momentos para analizarte de arriba abajo con mirada maliciosa) y rechazo el ofrecimiento de un paraguas.
De nuevo en la calle llueve fino como un spray, con una lluvia templada y desagradable. El peso del pudding me incomoda. Desde que a mi hermana se le ha dado por la repostería inglesa no saco nada de provecho. Sé que esta masa densa con manzana, nueces y melocotón en almíbar se pondrá rancia en la nevera y acabaré tirándola a la basura dentro de un mes, así que decido tirarlo ahora en el primer contenedor que veo. En el último momento, con la tapa ya levantada, me cuesta, y no puedo evitar un pellizco de culpabilidad, pero después me siento aliviado y ligero (literal y figuradamente).
Por no hacer el viaje en balde me paso por una pastelería que hace unos pasteles de yema que me encantan, pero tras hacer cola diez minutos me dicen que hoy no le quedan, que me pase mañana. Le digo que volveré y salgo corriendo hacia la estación. Pierdo el tren y tengo que esperar una hora y diez minutos al siguiente. El kiosco está cerrado, así que hojeo el periódico en la cafetería, temblando de frío mientras me tomo un descafeinado templado y amargo. Cuando por fin llega el tren está medio vacío y puedo sentarme de frente a la marcha. No noto gran diferencia. Afuera ya es noche cerrada y las ventanillas reflejan el interior sobre un fondo negro, nuestras caras pálidas y macilentas, nuestras miradas muertas. Un espectáculo lamentable. Busco por todos los rincones a una chica atractiva que, con su tensión sexual, me haga más llevadero el viaje; pero no hay manera.
En casa se respira una atmósfera de espera, de tiempo muerto. Hay poca gente por las calles, y todos caminan solos y en silencio. Se pone a llover cuando ya estoy en mi calle, pero me niego a echar una carrera. El resultado: llego a casa empapado. En cuando enciendo la luz un puñado de moscas se arremolinan hacia la bombilla. He dejado la puerta del cuarto de baño abierta y una nueva generación de insectos ha nacido y colonizado la casa en estas horas que he estado fuera. O por lo menos el piso de abajo. Me entra un escalofrío mezcla de asco y de frío. Vacío de forma desaforada el spray matamoscas, haciendo especial hincapié en el baño y en el agujero-nido, que después tapo con una bola de papel higiénico. Abro las ventanas para que se vaya el olor a veneno y me paseo rematando a las moscas con pisadas sutiles que le rompen el tórax sin aplastarlas contra el suelo, con unos chasquidos que me acaban sonando a gloria. El final del día: me doy una ducha larga y caliente, me como una tortilla francesa, me tomo media pastilla (me quedan tres) y me acuesto. Estoy tan cansado que espero dormir como un tronco.
De nuevo en la calle llueve fino como un spray, con una lluvia templada y desagradable. El peso del pudding me incomoda. Desde que a mi hermana se le ha dado por la repostería inglesa no saco nada de provecho. Sé que esta masa densa con manzana, nueces y melocotón en almíbar se pondrá rancia en la nevera y acabaré tirándola a la basura dentro de un mes, así que decido tirarlo ahora en el primer contenedor que veo. En el último momento, con la tapa ya levantada, me cuesta, y no puedo evitar un pellizco de culpabilidad, pero después me siento aliviado y ligero (literal y figuradamente).
Por no hacer el viaje en balde me paso por una pastelería que hace unos pasteles de yema que me encantan, pero tras hacer cola diez minutos me dicen que hoy no le quedan, que me pase mañana. Le digo que volveré y salgo corriendo hacia la estación. Pierdo el tren y tengo que esperar una hora y diez minutos al siguiente. El kiosco está cerrado, así que hojeo el periódico en la cafetería, temblando de frío mientras me tomo un descafeinado templado y amargo. Cuando por fin llega el tren está medio vacío y puedo sentarme de frente a la marcha. No noto gran diferencia. Afuera ya es noche cerrada y las ventanillas reflejan el interior sobre un fondo negro, nuestras caras pálidas y macilentas, nuestras miradas muertas. Un espectáculo lamentable. Busco por todos los rincones a una chica atractiva que, con su tensión sexual, me haga más llevadero el viaje; pero no hay manera.
En casa se respira una atmósfera de espera, de tiempo muerto. Hay poca gente por las calles, y todos caminan solos y en silencio. Se pone a llover cuando ya estoy en mi calle, pero me niego a echar una carrera. El resultado: llego a casa empapado. En cuando enciendo la luz un puñado de moscas se arremolinan hacia la bombilla. He dejado la puerta del cuarto de baño abierta y una nueva generación de insectos ha nacido y colonizado la casa en estas horas que he estado fuera. O por lo menos el piso de abajo. Me entra un escalofrío mezcla de asco y de frío. Vacío de forma desaforada el spray matamoscas, haciendo especial hincapié en el baño y en el agujero-nido, que después tapo con una bola de papel higiénico. Abro las ventanas para que se vaya el olor a veneno y me paseo rematando a las moscas con pisadas sutiles que le rompen el tórax sin aplastarlas contra el suelo, con unos chasquidos que me acaban sonando a gloria. El final del día: me doy una ducha larga y caliente, me como una tortilla francesa, me tomo media pastilla (me quedan tres) y me acuesto. Estoy tan cansado que espero dormir como un tronco.
1 comentario:
Costumbrista con dejes postmodernos de realidad hiriente. Reality bites visto a traves de los espejos del callejón del gato... ¿no?
Jejeje
Un saludo desde el Otro Lado.
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