jueves, 17 de julio de 2008

:la caracola


Como el bar de enfrente está cerrado, todos los hombres nos paseamos por la casa de arriba abajo, de una puerta a la otra, arrastrando los pies mientras fumamos con una copa en la mano. Un perro apareció muerto delante de la casa hace dos noches, y todos lo consideran un mal presagio. Yo estoy seguro de que alguien lo arrastró hasta aquí. Me detengo en la ventana de la calle y veo a la señora Elvira agachada, recogiendo los cristales del escaparate de la acera, uno a uno. En Primero de Detectives dirían que si los cristales están afuera es que ha sido roto desde dentro, pero en realidad los cristales se van a donde les da la gana.
Las cortinas del dormitorio están corridas aún siendo de día, lo que nunca ha sido una buena señal. Se corrieron cuando murió el abuelo, se corrieron cuando murió la abuela, se corrieron cuando murió nuestro padre. Ésta es la primera vez que anuncian un nacimiento en vez de una muerte. Cuando paso junto a la puerta entornada del dormitorio puedo entrever a mi hermana en la cama, protegida por Natalia y Carmen; sólo su rostro rojo y sudoroso, no me atrevo a pararme.
Todo está silencioso. Los hombres hace horas que paseamos callados sin saber que decir, y adentro las mujeres hablan en susurros. El silencio es roto por unos llantos y nos detenemos y nos congregamos en el pasillo, cerca de la puerta, sonriendo y palmeándonos la espalda. Nos servimos otra copa y salimos a la huerta a fumar, tranquilos; ya ha pasado todo.
Una hora después Carmen sale y nos llama. Ya han limpiado a la madre y al hijo. Entramos de uno en uno. Primero el padre, que sonríe enseñando los huecos en la dentadura que siempre esconde. Después el suegro, que no se atreve a coger al niño en brazos y las mujeres se ríen y él se ríe y es la única vez que se podrán reír de él en la cara. Después yo, el tío, el padrino. Cojo al niño, que en mis manos parece del tamaño de una nuez. He caminado kilómetros para verlo, y aquí está al fin.
Mientras el padre y el suegro escuchan los detalles del parto yo me acerco el niño al hombro y lo huelo y escucho el rumor que desprende entre los huesos del cráneo, separados como continentes. Me lo acerco a la oreja y oigo el rugido del mar como si fuera una caracola. Unas palabras me llegan como desde lejos, al principio ininteligibles como maullidos, pero poco después claras. Me dice cosas que riman y que es difícil refutar, pues apenas oigo las últimas palabras de cada verso y porque todo lo que rima es, por principio, difícil de refutar. Me dice algo de la primavera, y de que el único tiempo es el de la espera; me dice que él nunca tendrá neurosis, ni alergias, ni tendrá que tomar pastillas para dormir ni pastillas para despertar.
Después me dice que se morirá antes que yo, y se me para el corazón durante un segundo. Acerco mi boca a su oído y le pregunto, en un susurro que nadie más puede oír, que cómo morirá. “En el mar”, me contesta, “como todo el mundo”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sin palabras, tal vez sólo la mar.