miércoles, 7 de mayo de 2008

:tragaperras

Fue después de un funeral de compromiso. Mi prima Begoña me dijo si podía llevar a mi tío Fernando, su padre, hasta su casa, que ella iba en otra dirección. Le dije que no me importaba, y se acercó al corro donde mi tío Fernando estaba hablando con otros hombres y le dijo algo al oído y me señaló. Esperé junto al coche hasta que mi tío Fernando terminó y se acercó. Me dio un fuerte apretón de manos mirándome a los ojos, como parte de un rito exclusivamente masculino, y subió al asiento del copiloto. Le pregunté si tenía el coche en el taller, sólo por romper el silencio. Me contestó con un lacónico no, así que hice amago de encender la radio pero acabé regulando el aire acondicionado. Todavía no se había pasado el tiempo de luto.

Haciendo el camino inverso a la comitiva funeraria, cuanto más nos alejábamos del cementerio, cuando más disperso era el tráfico, más irreales resultaban la cuatro horas anteriores, como una ficción inconsistente y falta de sentido y de ritmo. Sólo podía pensar en quitarme el traje y en que mi tío Fernando no se había puesto el cinturón de seguridad, cuando de pronto me dio un codazo y me señaló un hueco entre dos coches para aparcar y me dijo que me parase allí. Me costó un par de maniobras de más aparcar, y mi tío Fernando me dijo que me invitaba a tomar una copa. Había una taberna allí mismo, pero yo le dije que tenía prisa. Él me dijo que sólo sería un momento y no supe que contestar. Entramos en el local, oscuro y ahumado. Vacío. Una señora en bata miraba la tele sentada en una banqueta desde detrás del mostrador. Nos miró en silencio hasta que mi tío Fernando pidió dos vinos. Yo protesté pero ni mi tío Fernando ni la señora parecieron oírme. Él se bebió su vino de un trago y pidió otro. La señora le sirvió el segundo y se demoró con la jarra, esperando a ver que pasaba. Como no pasaba nada, se sentó y siguió viendo la tele. Mi tío Fernando se sonó los mocos con un pañuelo y rebuscó en el otro bolsillo. Se sacó un poco de calderilla y se acercó a la máquina tragaperras. Yo me quedé unos momentos en tierra de nadie, flotando junto a la barra, viendo como iba metiendo una moneda tras otra en la tragaperras. Mi tío Fernando metió la última moneda y accionó los botones sin ningún resultado. No mienten, me dijo, no la llaman sueltaperras. Se tomó el segundo vino de otro trago y pidió que le cobraran. Pagó con un billete que rebuscó en el bolsillo y después nos fuimos. Yo no probé mi vino, pero ni mi tío Fernando ni la señora dijeron nada.

Dejé a mi tío Fernando delante de su casa. Esa fue la última vez que lo vi. El suyo fue otro funeral de compromiso, en la misma capilla y en el mismo cementerio. Parecía una repetición del anterior; las mismas caras, las mismas conversaciones, la misma ropa. En cuanto pude me escabullí y me metí en mi coche y arranqué sin mirar atrás. Al pasar delante de la taberna no vi ningún hueco para aparcar, y eso me resultó más triste y conmovedor que la muerte de mi tío Fernando.


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