Grito sobre una música idiotizante reproducida a un volumen brutal. Al otro lado del receptor alguien contesta, alguien con una voz neutra y hastiada que bien podría considerar una alegoría de todo el tiempo que he desperdiciado en mi vida y de todas las personas que me he molestado en conocer para que un día me abandonen. Sigo gritando unos minutos hasta que desisto y cuelgo. Cojo la maleta y salgo a la calle: en la acera, cientos de personas hacen cola frente a una tienda Virgin donde alguien va a presentar un disco o a conceder una rueda de prensa o a dar un miniconcierto acústico, sino las tres cosas. Atravieso el gentío como puedo y bajo al metro y lo siguiente remarcable es que llamo a su puerta, mi antigua puerta, y sólo después de tres minutos de espera alguien abre: alguien exageradamente delgado, descalzo, con unos vaqueros desteñidos y una camiseta de los Byrds etapa Younger than Yesterday y un rostro vacío y como sin ojos. Se aparta para dejarme pasar, y veo que han tirado todos los tabiques, convirtiendo el piso en un espacio absurdamente grande. Casi me dan ganas de reírme. Hay cientos y cientos de cintas de audio amontonadas por todas partes, tres sillas plegables de color naranja, un equipo de música y un sofá de tres plazas en el que está acostado un tipo que lanza al aire una y otra vez un plato de cartón que se escora ligeramente hacia la izquierda. En el aparato suena a un volumen doloroso una canción de Rory Gallagher. Dejo la maleta en el suelo y veo que la pared está salpicada de pequeñas gotas de sangre. “¿Sabes, tío? Tienes que escuchar esto”. El tipo de la puerta se va hasta el fondo del piso, donde está el equipo de música, saca la cinta de Rory Gallagher y mete otra que parece haber cogido al azar de un montón. Pulsa play y sube aun más el volumen y suena una versión en directo, con un sonido claro y diáfano como si llegase directamente a mi cerebro, de una vieja canción de Hank Williams, sólo que no es la voz de Hank Williams. De repente una indescriptible sensación de tristeza me ahoga, los ojos se me llenan de lágrimas y por un instante pierdo la consciencia. El tipo se acerca a mi despacio, muy despacio: puedo ver como está llorando, como se sorbe los mocos y se seca los ojos con las palmas de las manos mientras sigue acercándose. Me sujeta suavemente la cara con ambas manos y me besa en los labios. Todo es dolorosamente hermoso, las lagrimas me llenan los ojos y todo se vuelve plateado y luminoso. Algo se rompe dentro de mi y una ola reconfortante se mece, se eleva y desciende en mis entrañas. “¿Te gusta?”, me pregunta, y yo sólo puedo asentir con la cabeza, sollozando. “Si esto es la muerte”, me digo, “no sé a que he estado esperando toda mi vida”. Lloro de felicidad, de absoluta y preciosa y dulce y eterna y perfecta felicidad. “Por el amor de Dios”, susurro, “por el amor de Dios, que esto sea la muerte”. [Continuará]
lunes, 19 de mayo de 2008
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