
Al día siguiente intento entrar en su disco duro, pero tiene una clave. Pruebo palabras al azar, fechas que encuentro en sus documentos, títulos de libros que hay en las estanterías, cualquier cosa que se me ocurre, pero no hay manera. La llamo por teléfono y me contesta con desdén. Le comunico como está la situación y que la espero, pero me dice que no sabe cuando podrá venir. Le digo que le dejo una copia de la llave encima del dintel de la puerta. Salgo a hacer una copia de mi llave y la dejo donde prometí. Por la noche, la misma rutina.
Al tercer día intento de nuevo acceder a su ordenador. Creo que todo se explicará cuando lo consiga. Me desespero y me paso horas con la mente en blanco, intentando recibir la clave desde sabe Dios dónde. En la pared, detrás del ordenador, hay un corcho con papeles y fotos clavadas con chinchetas. De pronto tengo una idea, y aunque me parece una locura decido comprobarla antes de descartarla. Busco una cuerda en la cocina y la uso para unir las chinchetas, como un trazo. Poco a poco se va formando una palabra: Julia. Lo introduzco como clave y accedo al disco duro. Sé que hay muchas Julias en el mundo, que no tiene que ser la mía, pero en el disco duro hay carpetas llenas de fotos del tipo mofletudo y Julia, siempre sonrientes, siempre de vacaciones. Encuentro el texto en el que ha estado trabajando: básicamente el plan que he seguido, pero desde su punto de vista. Todo este tiempo he estado siguiendo sus órdenes sin saberlo.
Una tubería se ha roto en el piso de abajo mientras estaba ensimismado leyendo, inundando el parquet y echando a perder todos los zapatos y los sofás y las alfombras. Cierro la llave de paso cuando oigo a alguien abriendo la puerta. Me escondo detrás de un pilar hasta que veo su perfil familiar y salgo. Antes incluso de saludarme me llama imbécil. ¿Qué pensaba hacer si no fuera ella?, me pregunta. Matarte, le respondo.
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