miércoles, 21 de mayo de 2008

:los parásitos [2 de 3]

Pero no lo es; nunca lo es. Esto ocurrió hace seis años, y cuando se lo conté a ella no le hizo ninguna gracia. La llamé desde una cabina; yo aún no tenía móvil. Dos tipos con bastón se cruzan por la calle, justo delante de mí, y aunque no soy supersticioso, no me queda más remedio que considerarlo un especie de presagio. El tipo del sofá, le seguí contando, se levanta con el plato de cartón en la boca y apaga el equipo de música. Se acerca a mí con un gesto torvo, somnoliento. Me seco las lágrimas con el dorso de la mano mientras él escupe el plato a un lado. Cuando se para frente a mi su expresión cambia con la velocidad de una bofetada. Me sonríe y me estruja la mano con fuerza. Me jura que hoy es el día más feliz de su vida desde que Janine Lindemulder volvió al porno. El tipo flaco me acerca solícito una de las sillas y me pide que me siente; le digo que prefiero quedarme de pié, y ellos se sientan en las otras dos sillas. Parecen dos perros amaestrados. Me dan la dirección de la nueva casa y me explican el procedimiento: el dueño vive solo; sale todos los días a hacer footing alrededor de la 20:30; como no tiene bolsillos deja las llaves escondidas en el cajetín del contador de la luz. Sólo tengo que cogerlas y entrar; así de fácil. Les pido que me repitan la dirección y la anoto en mi agenda. Les pregunto qué línea de metro me deja más cerca, pero no tienen ni idea. Tendré que averiguarlo por mi cuenta. No me cuesta mucho llegar, aunque odio parecer un turista, con la maleta de un lado a otro. En la casa hay luces y comienza a lloviznar. La calle recoge el viento y la lluvia como un embudo y me lo escupe directamente a la cara. Me resguardo en una cabina telefónica y la llamo sin esperar ninguna solución por su parte; sólo que me confirme lo que yo creo: que esto es un error. Le cuento todos los detalles, temiendo omitir justo lo esencial, justo la pieza que lo explique todo y que se le escapa a mi cerebro adormilado y estúpido. Me dice que el hombre no aprende de sus errores, que se limita a repetirlos hasta perfeccionarlos y se convence a sí mismo de que son éxitos. No sé si se refiere al hombre como especie, al hombre como género o a mí como individuo, pero no me atrevo a preguntar. Al otro lado del receptor ella guarda silencio, dándome a entender que estoy solo en esto. Veo de reojo que el tipo sale de casa. Es más mofletudo de lo que me había imaginado, si es que me lo había imaginado de alguna forma. Le digo a ella que tengo que dejarla y cuelgo con un dedo. El tipo mira al cielo, sopesando sabe Dios cuantas variables, y echa a correr hacia mí. Pasa junto a la cabina telefónica y lo sigo con la mirada, conteniendo el aliento. Cuando desaparece en la primera bocacalle me acerco hasta el portal de la forma más casual que soy capaz dadas las circunstancias. Abro el cajetín del contador y encuentro un llavero con una rana de abalorios con cuatro llaves. Abro la puerta a la primera y entro.


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