17 de noviembre - ¡Cómo me cuesta levantarme por la mañana! Pongo el despertador a las once para levantarme a una hora relativamente humana, pero suelo despertarme unos minutos antes y cambio el despertador para las once y cuarto, para disfrutar unos minutos más. Son los mejores: la pastilla me adormece el perímetro del cerebro, como si estuviese acunado en un lecho mullido y cálido. Me pongo boca arriba, sintiendo la pesadez del cuerpo, sintiendo la circulación pululando como hormigas por todas mis extremidades. No existe el sexo, no existe la muerte, no existe nada. Sólo un instante que se alarga y se alarga sin principio ni fin. Si me siento especialmente remolón cambio el despertador para las once y media. Después para las doce menos cuarto, siempre jugando al límite, siempre a punto de sonar la alarma. En un pacto conmigo mismo, si suena la alarma me obligo a encender la luz y a levantarme. En ese caso es importante encender la luz rápido, sin pensarlo. Sin la penumbra, la mitad del placer desaparece y sólo parezco un mamífero encallado y me levanto por simple pudor. Lo único que me preocupa es que sólo me quedan cinco pastillas.
La mayoría de las veces, sin embargo, me levanto porque me meo. Como hoy. Justo cuando estoy meando suena el timbre de la puerta. Al principio me asusto, porque no recuerdo haber dejado la puerta de la calle abierta. Sin embargo, no hay otra explicación. Saco la cabeza al pasillo, en calzoncillos, y a través del cristal esmerilado veo una silueta oscura, menuda y encorvada que vuelve a tocar el timbre. Juraría que es la señora que me vendió el calendario del Domund. Me quedo paralizado, conteniendo la respiración. No me atrevo ni a apagar la luz del baño por miedo a que perciba un ligero cambio en la luminosidad. Vuelve a tocar el timbre, dos veces seguidas. Son segundos eternos, de una tensión extrema. De pronto la silueta comienza a agacharse, muy despacio, y mete algo por debajo de la puerta. Sea lo que sea llega al interior del pasillo y me hace comprender que nada de esto es un sueño. La vieja se va y tardo un tiempo impreciso (entre uno y cinco minutos) en atreverme a acercarme a la puerta. Recojo el papel del suelo; es un tríptico titulado “Soy amado, luego existo”. No sé en que clase de lista me han incluido, pero empieza a asustarme.
Por la tarde me llama mi hermana por teléfono. ¡Sorpresa! Me hace una consulta técnica: no logra oír nada en el ordenador. Le pregunto si ha subido el volumen del ordenador. Sí. Le pregunto si le ha subido el volumen a lo que está reproduciendo. Sí. Le pregunto si los altavoces están conectados al ordenador. Sí. Le pregunto si los altavoces están encendidos. Sí. Le pregunto si los altavoces tienen el volumen subido. Sí. Le pregunto si lo que está reproduciendo tiene sonido. Sí. Ya no sé que más preguntarle, así que claudico y quedo en ir mañana por la tarde a su casa a ver si logro solucionarlo. Hoy me es imposible, estoy liadísimo. ¡Faltaría más! Me arranco unos pelos de la nariz y no dejo de estornudar. Extraño sistema defensivo.
La mayoría de las veces, sin embargo, me levanto porque me meo. Como hoy. Justo cuando estoy meando suena el timbre de la puerta. Al principio me asusto, porque no recuerdo haber dejado la puerta de la calle abierta. Sin embargo, no hay otra explicación. Saco la cabeza al pasillo, en calzoncillos, y a través del cristal esmerilado veo una silueta oscura, menuda y encorvada que vuelve a tocar el timbre. Juraría que es la señora que me vendió el calendario del Domund. Me quedo paralizado, conteniendo la respiración. No me atrevo ni a apagar la luz del baño por miedo a que perciba un ligero cambio en la luminosidad. Vuelve a tocar el timbre, dos veces seguidas. Son segundos eternos, de una tensión extrema. De pronto la silueta comienza a agacharse, muy despacio, y mete algo por debajo de la puerta. Sea lo que sea llega al interior del pasillo y me hace comprender que nada de esto es un sueño. La vieja se va y tardo un tiempo impreciso (entre uno y cinco minutos) en atreverme a acercarme a la puerta. Recojo el papel del suelo; es un tríptico titulado “Soy amado, luego existo”. No sé en que clase de lista me han incluido, pero empieza a asustarme.
Por la tarde me llama mi hermana por teléfono. ¡Sorpresa! Me hace una consulta técnica: no logra oír nada en el ordenador. Le pregunto si ha subido el volumen del ordenador. Sí. Le pregunto si le ha subido el volumen a lo que está reproduciendo. Sí. Le pregunto si los altavoces están conectados al ordenador. Sí. Le pregunto si los altavoces están encendidos. Sí. Le pregunto si los altavoces tienen el volumen subido. Sí. Le pregunto si lo que está reproduciendo tiene sonido. Sí. Ya no sé que más preguntarle, así que claudico y quedo en ir mañana por la tarde a su casa a ver si logro solucionarlo. Hoy me es imposible, estoy liadísimo. ¡Faltaría más! Me arranco unos pelos de la nariz y no dejo de estornudar. Extraño sistema defensivo.
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