
La mayoría de las veces, sin embargo, me levanto porque me meo. Como hoy. Justo cuando estoy meando suena el timbre de la puerta. Al principio me asusto, porque no recuerdo haber dejado la puerta de la calle abierta. Sin embargo, no hay otra explicación. Saco la cabeza al pasillo, en calzoncillos, y a través del cristal esmerilado veo una silueta oscura, menuda y encorvada que vuelve a tocar el timbre. Juraría que es la señora que me vendió el calendario del Domund. Me quedo paralizado, conteniendo la respiración. No me atrevo ni a apagar la luz del baño por miedo a que perciba un ligero cambio en la luminosidad. Vuelve a tocar el timbre, dos veces seguidas. Son segundos eternos, de una tensión extrema. De pronto la silueta comienza a agacharse, muy despacio, y mete algo por debajo de la puerta. Sea lo que sea llega al interior del pasillo y me hace comprender que nada de esto es un sueño. La vieja se va y tardo un tiempo impreciso (entre uno y cinco minutos) en atreverme a acercarme a la puerta. Recojo el papel del suelo; es un tríptico titulado “Soy amado, luego existo”. No sé en que clase de lista me han incluido, pero empieza a asustarme.
Por la tarde me llama mi hermana por teléfono. ¡Sorpresa! Me hace una consulta técnica: no logra oír nada en el ordenador. Le pregunto si ha subido el volumen del ordenador. Sí. Le pregunto si le ha subido el volumen a lo que está reproduciendo. Sí. Le pregunto si los altavoces están conectados al ordenador. Sí. Le pregunto si los altavoces están encendidos. Sí. Le pregunto si los altavoces tienen el volumen subido. Sí. Le pregunto si lo que está reproduciendo tiene sonido. Sí. Ya no sé que más preguntarle, así que claudico y quedo en ir mañana por la tarde a su casa a ver si logro solucionarlo. Hoy me es imposible, estoy liadísimo. ¡Faltaría más! Me arranco unos pelos de la nariz y no dejo de estornudar. Extraño sistema defensivo.
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