miércoles, 13 de mayo de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [63]

Me meto en la cocina a toda prisa y escucho conteniendo la respiración. Oigo a alguien caminando sin casi hacer ruido. Me parece que se está acercando a la cocina, así que miro a mi alrededor buscando algo con lo que taparme y lo único que encuentro es un delantal. Espero unos segundos y nadie entra en la cocina, así que abro un poco la puerta y pregunto “hola” a media voz. La palabra suena absurdamente corta y sin eco, como un graznido agudo que se pierde por los rincones del salón. Pero desde alguna parte alguien contesta con otro “hola” interrogativo, un “hola” femenino. Saco la cabeza al salón y veo otra cabeza saliendo de otra habitación. Nos volvemos a decir “hola”. La cabeza y el resto de la chica se acercan con unas botas de cowboy en las manos hasta donde yo estoy y me da dos besos y se presenta: Trini, la compañera de piso de Rafaela. Me mira a los ojos como si yo no existiese de cuello para abajo, lo cual desearía que fuese cierto. Me presento, aunque no sé que coletilla añadir a mi nombre y me limito a tres puntos suspensivos. Se saca la capucha de su impermeable azul: Trini es rubia con el pelo sujeto con una orquilla en el centro de la coronilla que le deja despejada la frente, las cejas pobladas y una mirada como de niña pequeña. Yo tampoco soy capaz de mirarla de cuello para abajo por temor a que cree en ella una reacción refleja. Me disculpo y me voy al dormitorio de Rafaela a ponerme algo por encima, como en una comedia de enredos con puertas abriéndose y cerrándose, sólo que en esas comedias no se suelen ver testículos y estoy seguro de que a mi se me ven los míos colgándome entre las piernas. Así que camino como si me estuviera cagando y me pongo el pantalón y la camisa y vuelvo a la cocina. Rafaela sigue durmiendo profundamente.
Trini está cenando algo (a las cuatro de la mañana): una ensaladilla preenvasada y dos rebanadas de pan de molde. No sé muy bien por qué me siento enfrente de ella y le doy conversación mientras me acabo el yogurt. Está estudiando biología y lleva un taller para arreglar la alameda con unos tipos con problemas mentales: esquizofrénicos altamente medicados, retrasados profundos y autistas no demasiado graves. Un trabajo enriquecedor salvo cuando deben usar podadoras eléctricas. Cómo no sé que puedo añadir a eso, le digo que me gustan sus botas, que ha dejado sobre la encimera, unas botas de cowboy con unas niñas con trenzas bordadas formando una cenefa. Ella me dice que las ha hecho ella; no las botas, se explica, los bordados. Compra calzado a un mayorista y lo decora (la palabra exacta que usa es “mejora”). Ya tiene género en un par de tiendas, y está pensando en vender a través de una web. Por ahora la cosa está un poco parada, pero los dos convenimos en que estas cosas tardan un tiempo en ponerse en marcha y un par de lugares comunes más sobre la perseverancia. Luego viene un monólogo sobre cierta tendencia filosófica oriental acerca del uso de los zapatos, su relación con ciertas corrientes telúricas y unos puntos de energía que todos tenemos, y que por eso, concluye, siempre se descalza cuando entra dentro de un edificio. Y yo que pensaba que no quería molestarnos mientras follábamos.
De repente me mira fijamente y me dice que parezco del tipo pisamierdas, me pregunta que número de pie gasto y desaparece. Vuelve al minuto con unos pisamierdas de color malva con unos ositos de ganchillo cosidos en los laterales. Me cuesta no soltar un grito de pánico. En vez de eso me los pruebo y me encajan como guantes, exclamo con estúpido entusiasmo. Me dice que son para mí y me los mete en una caja decorada con una nube roja en la que leo Zapatinys. Los acepto, no puedo hacer otra cosa. Entonces me dice que cuestan cincuenta euros (sesenta en tienda), pero que no tiene prisa y que ya se los pagaré. Me da dos besos y se va para cama.
Yo sigo desvelado. Consigo que la tele se vea casi en color, en un blanco y negro turbio con rastros verdosos en los ángulos redondeados de la pantalla. Al dejar la cucharilla en el fregadero veo dos pilas de trastos sucios y decido lavarlos. Maldita la hora.

2 comentarios:

Pablo Auladell dijo...

Eres un genio.

toni bascoy dijo...

Tú si que eres un fenómeno. Invito a todos los que pasen por aquí a que disfruten de tus dos blogs, pinchando en tu nombre. Vaya maravilla, amigos, valla maravilla...