Nos enfrascamos en los prolegómenos con descoordinación, mucho codo y poca teta. A medida que nos vamos deshaciendo de la ropa me asalta mi eterno dilema: las gafas a la hora de follar. Ambas opciones, con o sin gafas, tienen sus pros y sus contras: desnudo con gafas me siento ridículo; si al ir vestido, las gafas son un poco como un antifaz, desnudo son un elemento artificial innecesario, un resquicio de civilización que me impide entregarme a la lujuria salvaje. Peor que follar con calcetines. Sin olvidar que me frenan a la hora de restregar mi cara por su cuerpo como un hidroavión amerizando. ¡Qué placer sentir unas tetas por toda la cara!
En el otro lado de la balanza: sin gafas tengo cara de patata vieja. Además, me pierdo la parte visual del asunto, que en una primera vez no sólo resulta apetecible, sino justo y necesario.
La decisión es salomónica: me dejo las gafas puestas mientras haya algún jirón de ropa por en medio. Aprovecho para recrearme en su cuerpo, mucho más pos-adolescente que vestida: las pecas del escote, el agujero sin cerrar de un piercing del ombligo, pelillos mal depilados en las rodillas, la marca del sujetador en la espalda... todo lo que me distraería en una fotografía me hipnotiza en carne y hueso. Me lleva hasta la cama de la mano; meto barriga. Saca un condón de algún cajón y me lo pone después de jugar un poco con mi polla y yo de acariciarle un pliegue de la entrepierna que no estoy seguro de que sea el coño. Bueno, me monta y yo aprovecho para quitarme las gafas, un poco en penumbra y ya con el trabajo medio hecho; sólo queda la parte hidráulica del asunto. Desde el principio demuestra ser de grito fácil, algo que nunca me ha gustado: hace que se pierdan sutilezas, y nunca me entero de cuando se han corrido, si es que lo llegan a hacer.
A pesar de los chillidos y suspiros melodramáticos, y de que se ha convertido en una silueta roma y desdibujada, no me cuesta mantenerme enhiesto, con una calentura de meses acumulada en la entrepierna. Sus pechos son dos masas blancas y difusas bamboleándose como locas, amenazando con salir disparadas. Las sujeto con fuerza y noto que eso le hace meter una marcha más en su maquinaria interna: sus gemidos se hacen más intensos y graves, nacidos de un lugar mucho más profundo, menos impostado. Algo se mueve en el interior de su vagina y aumenta el rozamiento. Tengo que abstraerme para no correrme en ese instante, y por primera vez oigo como crujen las persianas con el viento y me pongo a pensar en que no he cerrado las contras de casa y a saber cómo me lo encontraré todo al llegar.
De repente, ella alcanza algún tipo de clímax, rimbombante y exagerado, sin duda (sujetar los barrotes del cabecero de la cama y golpearlos contra la pared al grito de me muero, me muero, es sin duda excesivo para lo que un servidor ha aportado). De todas formas, exonerado de todo cargo, me dejo ir y me corro en silencio, con un suspiro y una mueca, agarrado a sus caderas y con un par de embestidas que parecen los últimos estertores de un conejillo de indias. Poca cosa, pero que a gusto me quedo, joder.
Noto chorros de esperma bajándome por la polla, enfriándose como el sudor que me cubre todo el cuerpo. Ella me desmonta y vemos que el condón está manchado de sangre como en un ritual de vudú. Le acaba de bajar la regla, me explica como si fuese tonto. Normalmente es precisa como un metrónomo; de hecho podrían poner en hora los relojes atómicos según sus flujos periódicos, pero el estrés del congreso ha hecho que este mes se le retrase. Eso hace inviable el polvo de por la mañana, lo que le quita la mayor parte de la gracia a pasar la noche con ella.
Nos vamos al servicio por turnos a limpiarnos. Cuando me acuesto junto a ella en la cama, ya se ha dormido. Una de las peores cosas que le puede suceder a un insomne es compartir cama con alguien que duerme como un tronco. Si no estuviese lloviendo tanto probablemente me escabulliría en ese momento, pero el temporal estaba en su máximo apogeo y golpeaba con fuerza las ventanas.
Cuento sus ronquidos saltando una valla para intentar conciliar el sueño, pero al rato me aburro de mirar el dormitorio en penumbra y me voy a la cocina a ver la tele, un pequeño aparato tan antiguo que pone “Color” en letras arcoiris porque es de una era donde las teles en blanco y negro todavía existían. Me tomo un yogurt y muevo los cuernos de la antena intentando discernir algo entre la nieve y la estática. Sólo intuyo a unos tipos de la teletienda, en blanco y negro, manejando algún misterioso aparato sobre un mostrador. Empieza a refrescar: toco el radiador y compruebo que se está destemplando. Justo cuando decido ir al dormitorio a por algo con que taparme, aunque sean unos calzoncillo, oigo un ruido en la entrada. Echo un vistazo y veo que el cerrojo se abre, la puerta se entorna y entra una silueta.
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