
Trini está cenando algo (a las cuatro de la mañana): una ensaladilla preenvasada y dos rebanadas de pan de molde. No sé muy bien por qué me siento enfrente de ella y le doy conversación mientras me acabo el yogurt. Está estudiando biología y lleva un taller para arreglar la alameda con unos tipos con problemas mentales: esquizofrénicos altamente medicados, retrasados profundos y autistas no demasiado graves. Un trabajo enriquecedor salvo cuando deben usar podadoras eléctricas. Cómo no sé que puedo añadir a eso, le digo que me gustan sus botas, que ha dejado sobre la encimera, unas botas de cowboy con unas niñas con trenzas bordadas formando una cenefa. Ella me dice que las ha hecho ella; no las botas, se explica, los bordados. Compra calzado a un mayorista y lo decora (la palabra exacta que usa es “mejora”). Ya tiene género en un par de tiendas, y está pensando en vender a través de una web. Por ahora la cosa está un poco parada, pero los dos convenimos en que estas cosas tardan un tiempo en ponerse en marcha y un par de lugares comunes más sobre la perseverancia. Luego viene un monólogo sobre cierta tendencia filosófica oriental acerca del uso de los zapatos, su relación con ciertas corrientes telúricas y unos puntos de energía que todos tenemos, y que por eso, concluye, siempre se descalza cuando entra dentro de un edificio. Y yo que pensaba que no quería molestarnos mientras follábamos.
De repente me mira fijamente y me dice que parezco del tipo pisamierdas, me pregunta que número de pie gasto y desaparece. Vuelve al minuto con unos pisamierdas de color malva con unos ositos de ganchillo cosidos en los laterales. Me cuesta no soltar un grito de pánico. En vez de eso me los pruebo y me encajan como guantes, exclamo con estúpido entusiasmo. Me dice que son para mí y me los mete en una caja decorada con una nube roja en la que leo Zapatinys. Los acepto, no puedo hacer otra cosa. Entonces me dice que cuestan cincuenta euros (sesenta en tienda), pero que no tiene prisa y que ya se los pagaré. Me da dos besos y se va para cama.
Yo sigo desvelado. Consigo que la tele se vea casi en color, en un blanco y negro turbio con rastros verdosos en los ángulos redondeados de la pantalla. Al dejar la cucharilla en el fregadero veo dos pilas de trastos sucios y decido lavarlos. Maldita la hora.
2 comentarios:
Eres un genio.
Tú si que eres un fenómeno. Invito a todos los que pasen por aquí a que disfruten de tus dos blogs, pinchando en tu nombre. Vaya maravilla, amigos, valla maravilla...
Publicar un comentario