En episodios anteriores de Tebeo Mamotreto nos poníamos exquisitos y tontos con disquisiciones meramente formales. Por eso comenzaremos esta tercera y última entrega con un intento de definición de Novela Gráfica: dícese del ejemplar de cómic, con un mínimo de extensión, que se vale de los recursos propios de la narrativa gráfica para plasmar una única trama, o varias entrelazadas y/o consecutivas que conforman un único arco argumental. Un tomo con Lo mejor de Batman 1939-1960 no es una novela gráfica, como no es una novela los Relatos completos de Julio Cortázar Vol. II. O sea, una novela (gráfica o no gráfica) es un formato narrativo, no un formato de encuadernación. Los arcos argumentales de los Ultimates de Millar o de los X-Men de Joss Whedon pueden considerarse novelas gráficas, incluso antes de su publicación en tomos recopilatorios. Hoy nadie duda de que El sabueso de los Baskerville sea una novela, aunque su publicación original fuese por entregas en el periódico The Strand.
La legitimación también se consigue, que duda cabe, a base de ventas; echemos un vistazo: para vender a lo grande hoy en día hay que ofrecer un producto que interese a un público general (sin olvidar a la mujer, ninguneada en buena parte de la historia del cómic como receptora, y sin embargo un público muy proclive a pasar por caja cuando se le habla de lo que le interesa). Bestsellers hoy en día son Persépolis, Maus, Arrugas, María y yo, La Parejita, las obras de Juanjo Sáez y sí, obras de género que han reverdecido sus laureles en las listas de ventas gracias a esas campañas publicitarias imbatibles que son las adaptaciones hollywoodienses (algo que también ocurre con la literatura), como Watchmen, V de Vendetta, 300, etc. Las primeras son obras (más o menos logradas) adultas, que se alejan de los géneros que uno en principio asocia a las viñetas, que hablan de forma compleja y lejos de maniqueísmos sobre temáticas diversas utilizando las herramientas que ofrece la narrativa secuencial ilustrada, y que en algunos casos serían intransferibles a otros campos. Están a la altura en cuanto a pretensiones y resultados de obras parejas desarrolladas en otros medios, y si su repercusión social y mediática no es comparable es debido al papel secundario del cómic en la familia de las artes reproducidas industrialmente. Poco a poco se va superando este escollo, pero mientras, los autores están dando lo mejor de sí mismos, vivan o no de las viñetas, y los lectores estamos disfrutando del viaje como enanos.
El grosor de una obra literaria, la longitud de una película, la superficie de un cuadro, el volumen de una escultura... cuando hablamos de obras de arte, el tamaño importa. Algo pequeño y magistral es, en el mejor de los casos, una “pequeña obra maestra”. Mantener el pulso, la perspectiva, el equilibrio, la gracia, la simetría, la tensión, la unidad durante un espacio o tiempo extensos nos parece una proeza, y por eso lo premiamos cuando alguien lo consigue. Una obra extensa, cuando es redonda, es doblemente satisfactoria. Pero, por supuesto, la extensión debe jugar un papel activo, no accesorio: una obra inflada artificialmente siempre resulta insatisfactoria. La escala grandiosa le sienta bien a la épica, aunque sea una épica cargada de ironía desde el Ulises de Joyce. Por eso resulta curioso, y sintomático, que dos de las obras más extensas que podemos encontrar en las estanterías de la sección de cómic, Blankets y Ombligo sin fondo, nos hablen de cotidianeidad, de remolinos internos, de dramas mínimos narrados a gran escala. Son obras de dos veinteañeros, quizás porque crecieron y se educaron en el convencimiento de que un objeto así es posible. No tuvieron que romper ningún molde, sólo darlo un poco de sí.
Esta nueva hornada de jóvenes autores huyen de la teatralidad, de la literalidad de la mayoría del cómic precedente. Una novela gráfica no es novela por incluir más texto (verbigracia: Blake y Mortimer), sino por hacer gala de unos recursos propios e intransferibles que le otorguen un ritmo y una expresividad únicos y, con ellos, una parcela privada en el campo de la narrativa (o del showbiz).
Blankets, de Craig Thompson, es el relato autobiográfico del primer amor. Una trama de madurez y de pérdida narrada con una sinceridad hiriente, y con una fuerza expresiva heredada del maestro Will Eisner. De la escala social de éste, Thompson pasa a la escala íntima, al ensimismamiento si me apuran. Pero de esa autorreflexión Thompson extrae enseñanzas valiosas para cualquier lector: es una obra curativa y redentora, para él y para nosotros.
Más interesante todavía se nos antoja Ombligo sin fondo, de Dash Shaw, otro veinteañero talentoso, andrógino y de aspecto frágil. Su obra tensa los límites de la narrativa gráfica, experimentado con todos los recursos que uno (él) se pueda imaginar, dando como resultado una obra imperfecta, como de alumno aventajado: voluntariosa y atrevida, pero desequilibrada, con las costuras a la vista. Es su Ciudadano Kane.
Más que de novela gráfica casi podríamos hablar de atlas, de cartografía sentimental. El hombre y la naturaleza aparecen descritos al mismo nivel, equiparados en cuanto a su valor dramático. Los planos cenitales funcionan como mapas donde se desarrollan las coreografías y entrecruzamientos de los protagonistas. Los personajes, los huecos que dejan al ausentarse, sus trayectorias, las palabras... todo aparece enfocado con la misma nitidez, conformando un diagrama de apasionante lectura. Hay una multiplicidad de formatos que, paradójicamente, se intercalan de tal forma que nunca dejan de ser cómic; encontramos cartas, agendas, gráficos, mapas, claves cifradas. El cómic, parece decirnos Shaw, es en sí un lenguaje en clave.
El grosor del tomo no es anecdótico ni un capricho para decorar el lomo: es fundamental, es el sentido mismo de la obra. Lo épico, lo grandioso de esta historia no son los elementos utilizados, sino la visión que de ellos nos da el autor. Y para ello necesita tiempo (en el caso del cómic: espacio), necesita páginas para mostrar todas las capas, todas las facetas de este extraño objeto. La originalidad está en los detalles, y Shaw lo sabe. El tempo se acelera y se detiene, como un corazón arrítmico: se percibe un dominio tanto la elipsis como el tiempo continuo, casi un flipbook en algunas secuencias. Es un tempo subjetivo, rumiado por los personajes.
La originalidad de Shaw no nace de la nada. Tiene influencias claras y marcadas, de las que tendrá que ir alejándose a medida que madure su talento (tiene 26 años, por favor). Destacamos dos: Chris Ware, en su composición exhaustiva, en su búsqueda de recursos narrativos que rompan los modelos clásico; en un distanciamiento que otorga cierta frialdad al conjunto; en su gusto por el diseño, por la consecución de un objeto hermoso en sí mismo; y, si me apuran, en lo paradójico de unir una pretenciosidad maníaca con la disolución del autor en la maraña de mensajes cifrados que es la obra (en ambos casos la firma del autor aparece en el lugar más insospechado). De Chester Brown la asunción de la página como elemento expresivo y estructural: importa el número y forma de las viñetas, pero también el espacio en blanco que las rodea, que sirve para enmarcar, resaltar, suspender, acelerar, reflexionar. El blanco de la página, con Shaw, se vuelve más expresivo que nunca.
Lo que cuenta Shaw, en difinitiva, puede sonarnos a conocido; cómo lo cuenta, no. Dramas familiares junto a la playa podemos encontrarlos hasta en Woody Allen (Interiores), pero la plasmación de los silencios, de los espacios, de las ausencias, de las sensaciones, de los cambios que aporta Shaw son territorio virgen como el cómic sólo lo fue a principios del XX. Congratulémonos porque no viene solo.
La legitimación también se consigue, que duda cabe, a base de ventas; echemos un vistazo: para vender a lo grande hoy en día hay que ofrecer un producto que interese a un público general (sin olvidar a la mujer, ninguneada en buena parte de la historia del cómic como receptora, y sin embargo un público muy proclive a pasar por caja cuando se le habla de lo que le interesa). Bestsellers hoy en día son Persépolis, Maus, Arrugas, María y yo, La Parejita, las obras de Juanjo Sáez y sí, obras de género que han reverdecido sus laureles en las listas de ventas gracias a esas campañas publicitarias imbatibles que son las adaptaciones hollywoodienses (algo que también ocurre con la literatura), como Watchmen, V de Vendetta, 300, etc. Las primeras son obras (más o menos logradas) adultas, que se alejan de los géneros que uno en principio asocia a las viñetas, que hablan de forma compleja y lejos de maniqueísmos sobre temáticas diversas utilizando las herramientas que ofrece la narrativa secuencial ilustrada, y que en algunos casos serían intransferibles a otros campos. Están a la altura en cuanto a pretensiones y resultados de obras parejas desarrolladas en otros medios, y si su repercusión social y mediática no es comparable es debido al papel secundario del cómic en la familia de las artes reproducidas industrialmente. Poco a poco se va superando este escollo, pero mientras, los autores están dando lo mejor de sí mismos, vivan o no de las viñetas, y los lectores estamos disfrutando del viaje como enanos.
El grosor de una obra literaria, la longitud de una película, la superficie de un cuadro, el volumen de una escultura... cuando hablamos de obras de arte, el tamaño importa. Algo pequeño y magistral es, en el mejor de los casos, una “pequeña obra maestra”. Mantener el pulso, la perspectiva, el equilibrio, la gracia, la simetría, la tensión, la unidad durante un espacio o tiempo extensos nos parece una proeza, y por eso lo premiamos cuando alguien lo consigue. Una obra extensa, cuando es redonda, es doblemente satisfactoria. Pero, por supuesto, la extensión debe jugar un papel activo, no accesorio: una obra inflada artificialmente siempre resulta insatisfactoria. La escala grandiosa le sienta bien a la épica, aunque sea una épica cargada de ironía desde el Ulises de Joyce. Por eso resulta curioso, y sintomático, que dos de las obras más extensas que podemos encontrar en las estanterías de la sección de cómic, Blankets y Ombligo sin fondo, nos hablen de cotidianeidad, de remolinos internos, de dramas mínimos narrados a gran escala. Son obras de dos veinteañeros, quizás porque crecieron y se educaron en el convencimiento de que un objeto así es posible. No tuvieron que romper ningún molde, sólo darlo un poco de sí.
Esta nueva hornada de jóvenes autores huyen de la teatralidad, de la literalidad de la mayoría del cómic precedente. Una novela gráfica no es novela por incluir más texto (verbigracia: Blake y Mortimer), sino por hacer gala de unos recursos propios e intransferibles que le otorguen un ritmo y una expresividad únicos y, con ellos, una parcela privada en el campo de la narrativa (o del showbiz).
Blankets, de Craig Thompson, es el relato autobiográfico del primer amor. Una trama de madurez y de pérdida narrada con una sinceridad hiriente, y con una fuerza expresiva heredada del maestro Will Eisner. De la escala social de éste, Thompson pasa a la escala íntima, al ensimismamiento si me apuran. Pero de esa autorreflexión Thompson extrae enseñanzas valiosas para cualquier lector: es una obra curativa y redentora, para él y para nosotros.
Más interesante todavía se nos antoja Ombligo sin fondo, de Dash Shaw, otro veinteañero talentoso, andrógino y de aspecto frágil. Su obra tensa los límites de la narrativa gráfica, experimentado con todos los recursos que uno (él) se pueda imaginar, dando como resultado una obra imperfecta, como de alumno aventajado: voluntariosa y atrevida, pero desequilibrada, con las costuras a la vista. Es su Ciudadano Kane.
Más que de novela gráfica casi podríamos hablar de atlas, de cartografía sentimental. El hombre y la naturaleza aparecen descritos al mismo nivel, equiparados en cuanto a su valor dramático. Los planos cenitales funcionan como mapas donde se desarrollan las coreografías y entrecruzamientos de los protagonistas. Los personajes, los huecos que dejan al ausentarse, sus trayectorias, las palabras... todo aparece enfocado con la misma nitidez, conformando un diagrama de apasionante lectura. Hay una multiplicidad de formatos que, paradójicamente, se intercalan de tal forma que nunca dejan de ser cómic; encontramos cartas, agendas, gráficos, mapas, claves cifradas. El cómic, parece decirnos Shaw, es en sí un lenguaje en clave.
El grosor del tomo no es anecdótico ni un capricho para decorar el lomo: es fundamental, es el sentido mismo de la obra. Lo épico, lo grandioso de esta historia no son los elementos utilizados, sino la visión que de ellos nos da el autor. Y para ello necesita tiempo (en el caso del cómic: espacio), necesita páginas para mostrar todas las capas, todas las facetas de este extraño objeto. La originalidad está en los detalles, y Shaw lo sabe. El tempo se acelera y se detiene, como un corazón arrítmico: se percibe un dominio tanto la elipsis como el tiempo continuo, casi un flipbook en algunas secuencias. Es un tempo subjetivo, rumiado por los personajes.
La originalidad de Shaw no nace de la nada. Tiene influencias claras y marcadas, de las que tendrá que ir alejándose a medida que madure su talento (tiene 26 años, por favor). Destacamos dos: Chris Ware, en su composición exhaustiva, en su búsqueda de recursos narrativos que rompan los modelos clásico; en un distanciamiento que otorga cierta frialdad al conjunto; en su gusto por el diseño, por la consecución de un objeto hermoso en sí mismo; y, si me apuran, en lo paradójico de unir una pretenciosidad maníaca con la disolución del autor en la maraña de mensajes cifrados que es la obra (en ambos casos la firma del autor aparece en el lugar más insospechado). De Chester Brown la asunción de la página como elemento expresivo y estructural: importa el número y forma de las viñetas, pero también el espacio en blanco que las rodea, que sirve para enmarcar, resaltar, suspender, acelerar, reflexionar. El blanco de la página, con Shaw, se vuelve más expresivo que nunca.
Lo que cuenta Shaw, en difinitiva, puede sonarnos a conocido; cómo lo cuenta, no. Dramas familiares junto a la playa podemos encontrarlos hasta en Woody Allen (Interiores), pero la plasmación de los silencios, de los espacios, de las ausencias, de las sensaciones, de los cambios que aporta Shaw son territorio virgen como el cómic sólo lo fue a principios del XX. Congratulémonos porque no viene solo.
2 comentarios:
Vengo de pasada a hacerte dos recomendaciones:
http://www.24fotogramas.es blog con trailers de pelis, etc...esta curioso
y esta pelicula que he descubierto, precisamente en ese blog:
http://www.24fotogramas.es/trailer-de-moon/
cuenta la historia de un astronauta llamado Sam Bell, (interpretado por Sam Rockwell) que pasa tres años aislado en la Luna.
Esta experiencia cambiará su vida por completo. El es un contratista y su trabajo es el de manejar una mina de extracción de Gas, dado que en la tierra existen problemas con los suministros energéticos. El es un hombre con mucho temperamento pero los tres años de aislamiento lo han tranquilizado. Esta muy contento de volver a casa y ver a su familia, pero en los últimos días comienza a notar cosas extrañas, acompañadas de rumores que llegan desde la Tierra.
Pues yo te hago otra recomendación: que hagas de una puñetera vez tu blog para meter todas estas cosas. Muchos te lo agradeceríamos...
Un saludo!
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