5 de diciembre - Hoy por la mañana (he dormido unas dos horas y todo me empieza a parecer desacompasado, como si ciertas cosas sucedieran a cámara rápida y otras a cámara lenta, pero todo en el mismo plano) se me ocurre otra imagen para ilustrar el tema de la experiencia: recuerdo a mi abuelo echándose azúcar en el café. Las dos primeras cucharadas las vertía SOBRE el café, pero la tercera y última, unas veces mediada, otras colmada, la introducía EN el café con la propia cuchara, y con ese mismo movimiento de inmersión revolvía el café. No había vuelta atrás después de esa última cucharada: la cuchara ya estaba mojada de café. Era la experiencia la que le decía la cantidad exacta de azúcar que ese día necesitaba.
Sé que nada de esto le serviría a Damián, aún en el caso de que se lo llegara a contar algún día, pero me ha sentado bien recordar a mi abuelo. Bien a pesar de triste.
Casi todos los recuerdos que tengo del abuelo son en la mesa de la cocina: la vez que le vi sacarse los mocos cuando creía que nadie lo estaba mirando, las sopas de café con leche y pan de ayer que se tomaba para desayunar (pobre del que se acabase el pan del día anterior), su cuchillo para pelar el queso, las partidas de cartas cuando venía alguien de visita, o cuando se puso enfermo y bajaba a comer en pijama hasta que ya no pudo levantarse y mamá le tenía que llevar la comida a la cama.
Un día subí a hurtadillas y los espié: hablaban como si tal cosa, pero mi madre le llevaba la cuchara hasta los labios como si fuera un bebé: sin la dentadura postiza masticaba la papilla con las encías, una servilleta a modo de babero y los brazos, inútiles, caídos a los lados.
Me metí en el cuarto de baño llorando, y ese lloro se me mezcla en la memoria con el entierro del abuelo, con el féretro con la ventana de cristal reposando en el mismo sitio exacto en que estaba su cama. Me acerqué otra vez a hurtadillas y miré su cara a través del cristal: parecía más vivo que la última vez porque el maquillaje le disimulaba el color amarillento de muerto, y la dentadura le devolvió a su estructura ósea la compostura y elegancia que siempre había tenido.
Fin.
El plato con restos de pescado está vacío. Vacío de pescado, quiero decir, pero lleno de agua. Caen chaparrones a cada hora, luego sale el sol. Y vuelta a llover.
Me paseo por la casa imaginando complejos juegos: partidos de baloncesto con un balón que me paso por debajo de las piernas mientras camino (cosa que nunca he sabido hacer), canastas de tres desde un extremo del pasillo hasta el otro, pases imposibles entre varios contrincantes. Estoy pensando en poner una mini canasta encima de la puerta de la cocina.
Subo hasta el piso de arriba. En una de las habitaciones que no uso hay una mancha de humedad que juraría que antes no estaba. La toco y está mojada. Mierda. Tiemblo de pereza sólo al pensar en todo el trabajo de ingeniería para arreglar una gotera. No me extraña que en las películas se limiten a poner una cacerola debajo. El problema es que aquí la gotera es en un rincón, y la humedad baja directamente por el interior de la pared. ¿Cómo se le pone una cacerola a eso?
Veremos como evoluciona. Con suerte sólo quedan tres o cuatro meses de temporada de lluvia.
Me llama mi madre por teléfono. Una vez más, para hacer de intermediaria entre mi padre y yo. Me ha llegado un paquete a casa y sólo estaba mi padre, que le ha dicho al mensajero que yo no vivía allí. Me pregunta que cuando voy a ir a comer y todo eso.
Llamo a MRW y pregunto por el paquete. Me cuentan la misma historia, pero sustituyendo “tu padre” por “un señor”. Les digo que me envíen el paquete a esta dirección. Mañana por la mañana estará aquí.
Me pregunto qué será y me viene a la cabeza Z. A la menor excusa vuelve a aparecer. Pero esta vez la historia tiene un cierto sentido que la extrae del mundo de las fantasías (auque no el suficiente como para atreverme a decirlo en voz alta): se ha olvidado de devolverme algo y como no sabe mi nueva dirección me lo envía a casa de mis padres.
No, no suena disparatado.
He dejado libros míos ex profeso entre los suyos, como agentes dobles que puedan servirme en el futuro. Pero dudo que sea eso.
Ojeo la carpeta de fotos en el ordenador. Otra vez.
La mayoría ahora me parecen mentiras: de tanto verlas ya parecen ficción, así que trato de encontrar pequeños detalles que hasta ahora me pasaron desapercibidos. Difíciles de falsificar.
Veo un tirante del bañador retorcido en su hombro. Veo a un tipo que mira directamente al objetivo desde el fondo de una foto. Veo el complejo juego de vigas y artesonado en el salón de la boda de alguien que no recuerdo. Veo un cubo y un rastrillo de juguete a nuestro lado en la arena de la playa. Veo un cuenco de patatas fritas en la mesa de al lado.
Amplío una imagen hasta ver sólo su cara, hasta ver sólo sus ojos. Puedo ver reflejado lo que había enfrente, una ventana con las cortinas descorridas y la silueta del fotógrafo, y todo me parece más real que su cara y que todos los recuerdos que tengo de nosotros.
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