Como aquella cuerda que desaté, y como todas aquellas cuerdas que desató mi padre, sigo dándoles una oportunidad a los gatos.
Uno (o una) se acerca de vez en cuando a mi patio. Se estira al sol encima del tejadillo del gallinero, se pelea con las malas hiervas, se queda mirando fijamente a la araña del hueco del lavadero...
Me deja un margen de maniobra cuando está rondando la casa: me puedo acercar a un par de metros mientras simulo hacer algo; si sobrepaso esa frontera, se larga de un salto.
Como un benefactor anónimo, le dejo sobras junto a la puerta. Primero fue en el suelo, después en un pedazo de papel de aluminio arrugado, ahora en una bandeja de poliespán. El día menos pensado le compro un platillo en un chino.
Vale, mi aportación a la invasión felina no es abrumadora, pero ¿qué pasaría si cada vecino alimentase a un gato? Y aún así, siendo como soy un Judas, soy capaz de participar en el corrillo a la salida del colmado, o mientras espero mi turno en la furgoneta del pescado. Me he dado cuenta de que, desde que “tengo” gato como más pescado, y estoy atento por la mañana para oír el claxon de la pescadera.
Soy el único hombre en el corro, el resto son señoras mayores y una chacha con uniforme rosa que nunca dice nada y siempre parece tener prisa. Bueno, supongo que sí debe de tener prisa. Las demás, yo incluido, le cedemos con gusto nuestro turno.
Desde que salgo a los recados en zapatillas de andar por casa noto que me miran con más respeto. Me estoy integrando en el grupo. También influye el hecho de que crean que estoy ayudando a mi vecino, lo que me convierte en un “buen muchacho”.
Pero, ¿soy un buen muchacho? Ni idea.
La cosa es que hoy voy a por pescado; espero mi turno; le miro, a mi pesar, las piernas a la chacha cuando se estira para oler la caja de los mejillones; compro un par de jureles grandes, para asar; me voy a comprar el pan acompañando, en cámara lenta, a dos vecinas: una sé que se llama Rosalía porque la otra no para de llamarla por el nombre, pero la otra ni idea.
Sacan el tema del vecino otra vez. Yo, de verdad, no tengo nada que decirles que no sepan ya. De hecho, les tiro un poco de la lengua para que me cuenten algo a mí (segundo trabajo de arqueología). Y ellas encantadas, sobre todo no-Rosalía, que habla por los codos. Noto que me mira con complicidad cuando entra en materia.
Lo que me cuentan tampoco es gran cosa: mi vecino sólo tiene un hijo (Rosalía añade que tenía otra hija pero murió hace mucho, pero no-Rosalía dice que no era su hija, era su sobrina pero como si fuera su hija), y que vive en Zurich, en Alemania (sic), trabajando como ingeniero en la industria farmacéutica. Está casado con una alemana y tiene dos (o tres) hijos. No se habla con el padre desde hace años; parece ser que se llevaba mejor con la madre. Es una pena (sic).
Lo que colijo de todo esta historia es que mi vecino está más solo que la una.
En casa limpio el pescado y echo las sobras en la bandeja de poliespán. Damián se acerca a casa para tomar el café y me dice que ha tenido una revelación (tercer trabajo de arqueología): viendo un magazine matutino en la tele se ha enterado de que las hemorroides son hereditarias; de pronto ha visto su vida pasada en perspectiva y una de las imágenes más potentes de su pasado era la de su padre viendo el fútbol de pie, en el salón, mientras se fumaba sus Cohibas siglo VI. Una imagen de tensión, de poder, de dinamismo, que ahora se ha venido abajo como un castillo de naipes al comprender que no se sentaba porque le dolían las almorranas.
Toda su trayectoria vital ha avanzado en pos de esa bandera, una guía de masculinidad desatada que ha resultado ser una vena varicosa rebelde.
Trato de consolarlo, porque supongo que soy un buen muchacho, y le digo que llegado cierto momento todos nos quedamos sin referente, que debemos de orientarnos por nosotros mismos. Le explico que si uno se pierde y no tiene brújula hay una forma de encontrar el norte con el reloj: un complejo sistema en el que entran en juego las agujas del reloj, el sol, el número doce, una mediatriz y el horario de verano.
Pretendía ser una metáfora sobre la experiencia y la madurez, pero al final me lié y me limité a levantarme y tomar el café de pié con Damián.
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