De mi etapa católica (entre los 0 y los 9 años, o sea, entre el bautizo y la primera comunión), recuerdo con especial intensidad, de entre todos las parábolas, la de El Hijo Pródigo; primero, porque daba la impresión de que nos la soltaban domingo sí domingo no; y en segundo lugar, porque me resultaba incomprensible: el padre recompensaba al hijo díscolo, mientras que el que siempre le había sido fiel y obediente se quedaba con un palmo de narices. Aquello, más que una parábola bíblica, parecía el episodio piloto de una soap opera de rivalidades fraternales, engaños, herencias y puñaladas por la espalda. Pero no: todo acababa en abrazos, festines, perdones y jabón. Inaudito.
Con el tiempo, lejos de disminuir esa cualidad desconcertante, se ha ido acrecentando, no ya porque se me escape el mensaje (Dios aboga por unos feligreses que se plantean dudas, por unos discípulos activos, por unos creyentes que se han replanteado sus convicciones y aún así han llegado a la conclusión de que la verdad es Su verdad), sino porque no tiene nada que ver con lo que la Iglesia predica, una fe cerril y dogmática, un rebaño fiel, pacato, obediente y cateto. Mi relación con esta parábola ha ido, pues, del desconcierto al escepticismo. Hasta que he comprendido que sirve para describir nuestra realidad más laica, prosaica y actual. Unos ejemplos:
1. En campaña política se atiende, por encima de todo, a los indecisos. Los mítines para conversos no son más que aparatosos spots publicitarios para tratar de dar un último empujoncito a los dubitativos. Si todos tuviésemos unas convicciones políticas asentadas, férreas e inamovibles, las elecciones no serían necesarias: ganaría el partido con más afiliados. Pero entre estos bandos de militantes y simpatizantes (grupos igual de numerosos que el de socios del Barça, y muy inferior al de gente con la tarjeta del Corte Inglés, por ejemplo) se mueve un ejército de personas mayores de edad con dudas razonables y derecho a voto. Y esta voluble marea humana es la que decide hacia que lado se decantará la balanza.
2. Un servidor, y cientos de miles de personas más, estamos esperando la noche del martes a que empiece el episodio de House. Los tolais de El hormiguero se demoran más de lo humanamente soportable en sus tonterías copiadas del youtube y demás pasatiempos hasta que, perdida la paciencia, decido zappear y descubro que están dando un partido de Champions en otro canal. Me tranquilizo, pues es impepinable: hasta que suene el pitido final, House no empezará. De nuevo, los espectadores fieles e incondicionales no importamos porque no representamos un porcentaje suficiente del share. Lo que determina una buena audiencia (esa amante infiel) son, de nuevo, los indecisos, los que zappean. Se habla de picos de audiencia, de minutos de oro; se habla, en definitiva, de instantes, de dudas, de corrientes, de tendencias, de cambios.Con el tiempo, lejos de disminuir esa cualidad desconcertante, se ha ido acrecentando, no ya porque se me escape el mensaje (Dios aboga por unos feligreses que se plantean dudas, por unos discípulos activos, por unos creyentes que se han replanteado sus convicciones y aún así han llegado a la conclusión de que la verdad es Su verdad), sino porque no tiene nada que ver con lo que la Iglesia predica, una fe cerril y dogmática, un rebaño fiel, pacato, obediente y cateto. Mi relación con esta parábola ha ido, pues, del desconcierto al escepticismo. Hasta que he comprendido que sirve para describir nuestra realidad más laica, prosaica y actual. Unos ejemplos:
1. En campaña política se atiende, por encima de todo, a los indecisos. Los mítines para conversos no son más que aparatosos spots publicitarios para tratar de dar un último empujoncito a los dubitativos. Si todos tuviésemos unas convicciones políticas asentadas, férreas e inamovibles, las elecciones no serían necesarias: ganaría el partido con más afiliados. Pero entre estos bandos de militantes y simpatizantes (grupos igual de numerosos que el de socios del Barça, y muy inferior al de gente con la tarjeta del Corte Inglés, por ejemplo) se mueve un ejército de personas mayores de edad con dudas razonables y derecho a voto. Y esta voluble marea humana es la que decide hacia que lado se decantará la balanza.
3. De un tiempo a esta parte, no dejan de llamarme de cierta compañía de móviles para que me dé de baja en la mía de toda la vida y me una a la suya. Me ofrecen el oro y el moro: facilidades, ofertones, teléfonos de ultimísima generación gratis y lo que haga falta. Todo el mundo sabe que intentar acceder a estas ofertas y gratificaciones desde el interior de la compañía es imposible: al que lleve diez años acumulando puntos religiosamente, mes a mes, factura a factura, lo mandarán a la mierda como se le ocurra exigir el mismo modelo que a mi me regalan por la cara, sin siquiera pedírselo.
Nos hemos pasado la vida creyendo que la fidelidad (a unos ideales, a una abstracción, a un colectivo, a una pareja) eran algo a lo que aspirar: una convicción serena y firme de que el mundo guarda un equilibrio inamovible. Tanto la tradición como la ficción más patillera (desde el “Roma no paga a un Traidor” a todas y cada una de las películas sobre la mafia, dónde te perdonan que violes y descuartices a un bebé, pero ojito con traicionar a la familia) apuntan en esa dirección. Pues tururú.
La parábola del Hijo Pródigo ya nos lo anuncia clara y meridianamente: el mundo premia a los infieles, a los indecisos, a los volátiles, a los “no sabe/no contesta”. El mundo avanza a golpe de zapping.
5 comentarios:
Así es, hermano Antonio. Así es.
Amén hermano...
Tendremos k protestar por House
Genial! he tardado pero...
Vivan los que son fieles a sí mismos
Y yo sin pilas en mi mango... perdón, mando.
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