Le pregunto qué le pasa y se me queda mirando un rato, en silencio. Después me habla como si me conociera, no como si me reconociera. Farfulla algo de que se ha perdido, disimulando la vergüenza, como si ciertos sentimientos sobreviviesen a la demencia. Esos sentimientos que te mantienen humano, supongo: la dignidad y la vergüenza.
Le digo que venga conmigo y camino unos pasos delante de él. Se queja de que lo han cambiado todo, de que lo han dejado todo irreconocible. No sé quienes son "esos" que lo han cambiado todo, pero se agarra a esa idea y empieza a despotricar: no hay derecho, árboles cortados, el camino desviado, lo han hecho todo sin permisos... un discurso atropellado y sin sentido al que me agarro como la única forma que encuentro en estos momentos para medir el tiempo, para dejar de sentir que este instante se ha detenido y cristalizado fuera de la corriente temporal. Tenso la distancia que me separa de mi vecino, como una correa invisible. Tiro con todas mis fuerzas, pero parece que no nos acercamos nunca a su casa, como si caminásemos en círculo.
Y sin embargo, allí estamos, en su huerta. Me adelanta, ya en terreno conocido, y me advierte (no: me ordena) que no pise las plantas que casi se han comido el camino. Así que ando con un pie delante del otro, como un funambulista, siguiendo a duras penas sus pasos precisos de botas de pocero. En el patio se gira y me pregunta si quiero unas botellas de aguardiente, ya que he venido hasta allí. Señala el hueco debajo del lavadero. Echo un vistazo y solo veo una caja llena de sifones vacíos, cubiertos de telarañas y tierra seca.
Entra en casa y yo meto la cabeza. La cocina está hecha un desastre. Papeles de periódico sucios por todo el suelo, platos manchados de comida reseca, bolsas de basura, un televisor con la pantalla agrietada, ropa acartonada formando una montaña en un rincón... sin embargo, mi vista se detiene sobre una mesa que hay junto a la ventana. Como un bodegón abandonado, la mesa está cubierta con un mantel de hule tan viejo que su estampado ya ha vivido un par de revivals, y en el centro, una sartén oxidada llena de huevos. Mientras mi vecino me pregunta si quiero tomar un café, yo sólo puedo mirar esos huevos. Sólo unos segundos después me doy cuenta de que me ha llamado Tino: ¿Tino, quieres un café? Le digo que no, que gracias. Él desaparece por un pasillo y me dice que siempre he tenido una voz muy bonita, que debería de haberme dedicado a cantar. A cantar de verdad, no en verbenas.
Espero un rato allí parado, en la entrada de la cocina. Nada. Después me parece oír agua corriente. Atravieso la cocina hasta la otra puerta. La abro y veo un pasillo en penumbra y una puerta iluminada al fondo. Voy hasta ella, entornada. Echo un vistazo rápido: es un cuarto de baño. Me parece ver a mi vecino al fondo, de pie delante de un espejo, desnudo de cintura para arriba. Echo otro vistazo más detenido, asomando un ojo con cautela: se está restregando la mugre con jabón lagarto en el lavabo. Se ha quitado la parte de arriba, y se ha atado una toalla a la cintura, que recoge los chorretones de agua negra.
Vuelvo a la cocina. Antes de salir cojo uno de los huevos. No pesa nada, como si estuviera hueco. Lo rompo contra el borde de la mesa y dentro no hay nada, sólo las paredes internas cubiertas de polvo.
Tiro la cáscara en un rincón del jardín y me vengo a casa. Está en completo silencio. Me siento en mi cocina, con una planta y una distribución igual a la de mi vecino. Sólo se oye el tic-tac del reloj colgado encima de la silueta que ha dejado un televisor en la pared. El reloj ya estaba aquí cuando llegué. Como si un inquilino antetior hubiese dejado el tiempo funcionando, un tiempo antiguo que ha seguido en marcha desde entonces, un tiempo ruidoso.
Pienso en Z, en tenerla frente a mí, tan cerca que desde esta distancia no pudiese ni mirarle a los ojos. Es decir, que no pudiese mirarle a los dos ojos a la vez, sino que tuviese que dirigir mi mirada alternativamente a uno y a otro. Buscando alguna señal casi imperceptible en ellos, el temblor de una risa incontrolable, el principio de una lágrima. Pero no hay nada que mirar.
Establezco unos objetivos de aquí a que se termine el año. Propósitos para este año, sólo que se está acabando en lugar de empezando. Lo dejo por escrito aquí, en mi diario, para que quede constancia de mi premeditación si lo consigo, mi fracaso si no lo consigo, o de mi falta de carácter si ni siquiera lo intento. Zancadillas que me pongo a mí mismo. Mis objetivos, como en un manual de guión cinematográfico:
1. Recuperar a Z.
2. conseguir ayuda para mi vecino.
3. Que el gato coma de mi mano.
Me quedan tres semanas.
Le digo que venga conmigo y camino unos pasos delante de él. Se queja de que lo han cambiado todo, de que lo han dejado todo irreconocible. No sé quienes son "esos" que lo han cambiado todo, pero se agarra a esa idea y empieza a despotricar: no hay derecho, árboles cortados, el camino desviado, lo han hecho todo sin permisos... un discurso atropellado y sin sentido al que me agarro como la única forma que encuentro en estos momentos para medir el tiempo, para dejar de sentir que este instante se ha detenido y cristalizado fuera de la corriente temporal. Tenso la distancia que me separa de mi vecino, como una correa invisible. Tiro con todas mis fuerzas, pero parece que no nos acercamos nunca a su casa, como si caminásemos en círculo.
Y sin embargo, allí estamos, en su huerta. Me adelanta, ya en terreno conocido, y me advierte (no: me ordena) que no pise las plantas que casi se han comido el camino. Así que ando con un pie delante del otro, como un funambulista, siguiendo a duras penas sus pasos precisos de botas de pocero. En el patio se gira y me pregunta si quiero unas botellas de aguardiente, ya que he venido hasta allí. Señala el hueco debajo del lavadero. Echo un vistazo y solo veo una caja llena de sifones vacíos, cubiertos de telarañas y tierra seca.
Entra en casa y yo meto la cabeza. La cocina está hecha un desastre. Papeles de periódico sucios por todo el suelo, platos manchados de comida reseca, bolsas de basura, un televisor con la pantalla agrietada, ropa acartonada formando una montaña en un rincón... sin embargo, mi vista se detiene sobre una mesa que hay junto a la ventana. Como un bodegón abandonado, la mesa está cubierta con un mantel de hule tan viejo que su estampado ya ha vivido un par de revivals, y en el centro, una sartén oxidada llena de huevos. Mientras mi vecino me pregunta si quiero tomar un café, yo sólo puedo mirar esos huevos. Sólo unos segundos después me doy cuenta de que me ha llamado Tino: ¿Tino, quieres un café? Le digo que no, que gracias. Él desaparece por un pasillo y me dice que siempre he tenido una voz muy bonita, que debería de haberme dedicado a cantar. A cantar de verdad, no en verbenas.
Espero un rato allí parado, en la entrada de la cocina. Nada. Después me parece oír agua corriente. Atravieso la cocina hasta la otra puerta. La abro y veo un pasillo en penumbra y una puerta iluminada al fondo. Voy hasta ella, entornada. Echo un vistazo rápido: es un cuarto de baño. Me parece ver a mi vecino al fondo, de pie delante de un espejo, desnudo de cintura para arriba. Echo otro vistazo más detenido, asomando un ojo con cautela: se está restregando la mugre con jabón lagarto en el lavabo. Se ha quitado la parte de arriba, y se ha atado una toalla a la cintura, que recoge los chorretones de agua negra.
Vuelvo a la cocina. Antes de salir cojo uno de los huevos. No pesa nada, como si estuviera hueco. Lo rompo contra el borde de la mesa y dentro no hay nada, sólo las paredes internas cubiertas de polvo.
Tiro la cáscara en un rincón del jardín y me vengo a casa. Está en completo silencio. Me siento en mi cocina, con una planta y una distribución igual a la de mi vecino. Sólo se oye el tic-tac del reloj colgado encima de la silueta que ha dejado un televisor en la pared. El reloj ya estaba aquí cuando llegué. Como si un inquilino antetior hubiese dejado el tiempo funcionando, un tiempo antiguo que ha seguido en marcha desde entonces, un tiempo ruidoso.
Pienso en Z, en tenerla frente a mí, tan cerca que desde esta distancia no pudiese ni mirarle a los ojos. Es decir, que no pudiese mirarle a los dos ojos a la vez, sino que tuviese que dirigir mi mirada alternativamente a uno y a otro. Buscando alguna señal casi imperceptible en ellos, el temblor de una risa incontrolable, el principio de una lágrima. Pero no hay nada que mirar.
Establezco unos objetivos de aquí a que se termine el año. Propósitos para este año, sólo que se está acabando en lugar de empezando. Lo dejo por escrito aquí, en mi diario, para que quede constancia de mi premeditación si lo consigo, mi fracaso si no lo consigo, o de mi falta de carácter si ni siquiera lo intento. Zancadillas que me pongo a mí mismo. Mis objetivos, como en un manual de guión cinematográfico:
1. Recuperar a Z.
2. conseguir ayuda para mi vecino.
3. Que el gato coma de mi mano.
Me quedan tres semanas.
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