9 de diciembre - Logro conciliar un poco el sueño por la noche, es un alivio. Son como cuatro horas, todo un logro; cuatro horas que otros considerarían perdidas pero que para mí son las mejor aprovechadas de los últimos meses. Me siento entre estúpido y eufórico, como si me acabase de acordar del truco para dormir. Sueño que hago una tortilla y se me olvida echarle sal.
Me levanto pletórico. Afuera llueve, pero todo parece brillar con una luz ambarina, como si un sol extra brillase en el cielo volviendo locas a las sombras y a los animales. Mientras me ducho, mientras desayuno, mientras veo la tele, me parece vivir en un universo paralelo casi igual al nuestro de siempre, como vivir en una película americana donde comen comida china en cajas de cartón y guardan los medicamentos en botes de plástico, justo al revés que aquí.
Me llama Damián. Necesita un pequeño préstamo. Le digo que cuánto necesita y me cuelga y a los dos minutos está en la puerta. Ciento veinte euros, pero me jura por la memoria de su madre que me los devuelve en cuatro días, cuando le hagan un ingreso pendiente. Yo le digo que su madre no está muerta, pero él me dice que vive en Coruña y se acuerda mucho de ella. Yo le digo que lo de jurar por la memoria de alguien no funciona así, pero sea como sea, le presto los ciento veinte euros y se queda a desayunar.
Me dice que me envidia: aquí instalado, independiente, el dueño de mi negocio y el rey de mi castillo o algo así. Yo le digo que no es para tanto. ¿Qué diferencia hay entre estar solo o estar con, por ejemplo, Z? Puedo escupir en el fregadero, puedo masturbarme cuando y donde quiera, puedo tirarme pedos, puedo estar un par de días extra sin ducharme, puedo ver porno a todas horas... Diferencias de higiene, básicamente, nada que haga temblar los pilares de mi existencia. Ante Damián asiento significativamente y me echo más café.
Cosas que he perdido con ella: utilizarla como excusa. Puedo seguir usándola, pero sólo ante extraños y con un cargo de conciencia que hace que no sea nada disfrutable. Por ejemplo, hoy me dolía un poco el culo y busqué en internet el nombre de alguna crema para aliviar las molestias y los picores anales y cuyo nombre no indicase de forma clara e inequívoca que su finalidad fuese el alivio de las molestias y picores anales, para no dar más información de la estrictamente necesaria a los de la cola de la farmacia; nada derivado del vocablo "hemorroide", principalmente. Encuentro una y voy a la farmacia. En confidencia le digo a la farmaceutica que es para mi chica, que está embarazada y tiene algunos dolores cuando va al baño. Es la forma más caballerosa y elegante que se me ocurre de decirlo, pero es una patraña, y aunque no existe ninguna "mi chica" embarazada, mi conciencia me mortifica como si existiese.
Otra cosa que echo de menos de vivir en compañía: la imprevisibilidad. Uno mismo es tan sumamente predecible que la única sorpresa que me puedo deparar es un pedo sonoro que parecía que iba a ser silencioso. Tampoco es que vivir con Z fuese como una película de Indiana Jones, pero se las ingeniaba para crear pequeños detalles que ayudaban a diferenciar unos días de otros. Me acuerdo de los mensajes en los plátanos, frases que escribía con la uña en la piel de los plátanos y que después se hacían visibles en color marrón, como tinta mágica. Ahora mismo sólo tengo un par de mandarinas mústias y un kiwi arrugado. Ahora mismo no tengo nada.
Todo esto se queda en nada (pero en nada-nada, no en una nada automortificante y autocomplaciente, no: NADA) frente a lo que me pasa hoy por la tarde. Estoy acostado en el sofá viendo la tele cuando me parece ver una sombra de reojo en la ventana del patio. Me incorporo y veo la cola de una gato desaparecer por un lateral, como si la ventana fuera un teatrillo de marionetas. Enmudezco la tele y oigo afuera un sonido quejumbroso con un origen difícil de precisar. ¿Un bebé llorando? ¿Un gato maullando? ¿Alguien afinando una gaita? Me decanto por lo del gato y salgo al patio un poco ilusionado. El sonido se oye a lo lejos, más allá de los setos, y ahora me parece más humano. Salgo a la huerta y subo por el sendero entre los restos de maiz sin segar (o como se diga en terminología agrícola) y las malas hierbas, que están tan crecidas que ya parecen malos árboles. Tomo nota mental de que algunas hierbas parecen de la familia de los opiáceos, una especie de amapolas con gigantismo. El sonido aumenta en intensidad y es inequívocamente humano: una especie de salmodia inarticulada, un lamento que acaba por romperle la voz al que lo emite, que se pone a llorar.
Salgo al camino principal y me encuentro caminando hacia mí con los brazos abiertos a mi vecino. Llora desonsoladamente, con la ropa completamente cubierta de tierra y los pantalones meados de arriba a abajo. [Continuará...]
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