La historia que nos cuenta Stephen Kijak en Stones in Exile ya la conocemos, pero no por ello deja de ser menos apasionante: la azarosas circunstancias que rodearon la grabación del clásico mayor de Mick, Keith y compañía: Exile on Main Street.
Tras el fallecimiento de Brian Jones en 1969 y su sustitución por el virtuoso y menos problemático Mick Taylor, los Stones entran en un período de gracia durante el que fabricarán su período clásico. Alejados del garage blues de sus inicios y tras un breve (y poco convincente) período psicodélico, se lanzan a mezclar todas sus influencias (música americana en todas sus vertientes) y plasmarlas en vinilo alcanzando la cima de la música rock. Discos como Let it Bleed o Sticky Fingers han sido igualados, pero nunca superados por ningún otro artista posterior.
Con las ventas acompañando a la excelencia artística (eran otros tiempos), con la máquina engrasada y bien conjugada, los problemas, por una vez, vienen de fuera: desde 1970 el fisco inglés les tiene echado el ojo y los está sangrando a impuestos, por lo que deciden, siguiendo el consejo del príncipe Rupert Lowenstein, asesor financiero del grupo, exiliarse a Francia. Se reparten por toda la geografía gala y se toman un impás hasta que toca el momento de ponerse manos a la obra y sacar un nuevo disco que les dé de comer. Como no encuentran un estudio de grabación que se adapte a sus exigencias, deciden montar uno en el sótano de la mansión que ha alquilado Keith Richards en la ciudad de Villefranche-sur-Mer, en la costa azul. Por no pasarse todo el día al volante, el resto del grupo acaba por instalarse en la mansión y dedicar el tiempo, entre otras hierbas, a grabar toda la música que les sale de la cabeza.
La casa, no podía ser de otra forma, se convierte en un caos, con el equipo técnico y la familia de todos los Stones pululando por allí, camellos entrando y saliendo, amigos que se pasan a saludar y se quedan unos meses... Keith, a la sazón dueño de la casa, se hace con las manijas de la banda y marca el tempo de grabación, moroso y laxo. Seis meses se tiran entre jam sessions de las que extraen hallazgos en forma de canciones que exploran las raices de sus gustos e influencias: no es casual que, al verse fuera de sus hogares, su música se enraice más que nunca para contrarrestar la morriña. Cuando todo a su alrededor se tambalea y se vuelve extraño, sólo les queda volver a su hogar común: la música. Lo que surge de los amplificadores es, debidamente tamizado y seleccionado, pura magia que suena a logro irrepetible, como las grabaciones sobre la marcha, a pelo, de sus admirados bluesmen.
El proceso, lejos de ser una balsa de aceite de concordia hippie, se ve puntuado por conflictos y problemas continuos que logran acabar con la paciencia del muy relajado Keith Richards. Primero se ve obligado a echar de la casa a su amigo del alma (y horma de su zapato) Gram Parsons, porque está intimando más de la cuenta con su esposa Anita Pallenberg; después un intruso entra en la casa mientras todos están colgados y se lleva ocho guitarras de su colección, y por último un incendio fortuíto atrae a las autoridades a la casa y, por miedo a que el alijo de drogas sobre el que están viviendo les traiga problemas legales, ponen pies en polvorosa y se largan a Los Angeles a terminar la grabación del disco. Allí sí, con un estudio profesional y menos lugar para el esparcimiento (y supongo que achuchados por la compañía para que saquen algo al mercado cuanto antes), pulen el disco y le dan su apariencia final.
El Exile on Main Street sale a la venta como disco doble en mayo de 1972. Pronto se convierte en un éxito de ventas (eran otros tiempos) a pesar de recibir unas críticas más bien tibias. No es hasta un tiempo después que será valorado en su justa medida, como uno de los compendios más inspirados de toda la historia del rock, convirtiéndose, además, en uno de sus paradigmas: un caos ordenado, un tren de mercancías (peligrosas) siempre a punto de descarrilar pero que, milagrosamente, se mantiene sobre las vías sin disminuir nunca la marcha. Muchos han sido los que han intentado recrear su sonido telúrico, sucio, orgánico y primigenio, con resultados a años luz del original porque, además de que el talento no siempre acompaña a las buenas intenciones, el caos siempre ha de ser real, nunca una impostura.
El documental de Stephen Kijak, decíamos, nos narra esta historia ya conocida, sirviéndose, eso sí, de documentos privilegiados: fotografías y grabaciones in situ, mientras todo estaba ocurriendo, complementadas con confesiones y declaraciones de los Stones y demás agentes del caos, recordando con nostalgia y desidia (no son incompatibles) aquellos meses de hace cuarenta años. Los peros son los mismos que los pros: es un producto salido de la factoría Stones, producido por ellos, por lo que sólo camina por los senderos que acrecientan la leyenda. No reniegan de ciertos excesos (sería ridículo, y contraproducente, a estas alturas), pero evita fijarse en los puntos oscuros, infidelidades o aportaciones foráneas al sonido de la banda. Se limita a sobreescribir, con letra hermosa pero muy convencional, sobre un texto que ya habíamos leído incontables veces, sin salirse del renglón en ningún momento. Y esa corrección es la que frena nuestro entusiasmo como espectadores: el peligro no puede escribirse con una caligrafía tan correcta.
Este documental es lo que es: un acompañamiento a la reedición de lujo del Exile on Main Street. Un documento menor sobre una obra mayor.
lunes, 15 de noviembre de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario