Abordo a mi primer cliente sin tener muy claro qué voy a decirle, así que le suelto una diatriba inconexa sobre un club de vinos con una sonrisa forzada, que él rechaza con un gesto, sin siquiera mirarme directamente. Lo mismo sucede durante las dos primeras horas, en las que voy puliendo mi discurso a base de pasearme arriba y abajo por la moqueta, hasta convertirlo en una ráfaga de información que suena ligeramente profesional pero que sigue sin convencer a nadie, yo el primero. Cansado del paisaje y del espejo deformante que resulta ser Beatriz, me escapo un poco de los límites que me han marcado, olisqueando por los stands con mis papeles sujetos de forma casual a la espalda, como si fuera un curioso más. Sólo de vez en cuando interpelo a alguien que me parezca un cliente plausible (hombre, de entre 40 y 60 años, con aspecto de profesional de algún tipo y gesto despierto), pero apenas logro que presten atención a lo que les digo, inmersos como están en una vorágine de muestras gratuitas y azafatas; es como ofrecer mis servicios como gigoló en mitad de una orgía.
Hasta que llevo una buena hora con este método no logro que un individuo se pare realmente a escucharme. El corazón me late con fuerza en el pecho mientras lo ametrallo con mi discurso, pero al final el tipo muestra cierta reserva y decide “pensárselo mejor”. Le doy uno de los folletos y le digo que si opta por suscribirse me busque por ese pabellón, aún sabiendo, él y yo, que todo esto no es más que una pantomima: las excusas están codificadas en nuestro A.D.N. desde que somos monos articulados. Todo esto se me antoja falso y absurdo, con los engranajes a la vista. En la terminología del gremio, creo que me falta rematar.
Al mediodía Benito llega a nuestra posición seguido del resto del equipo. Con todos a su alrededor nos dice que tenemos media hora para comer y nos dispersamos. Damián y yo nos vamos a una zona de restaurantes que ha visto en su pabellón. La mayoría están completos o sólo aceptan clientes con reserva o a profesionales del sector (miran nuestras tarjetas de visitantes en las solapas de la chaqueta como si fueran manchas sospechosas). De entre lo poco que queda optamos por la reconstrucción en cartón piedra y vinilo de una tapería del sur. Damián prefiere comer de pie, y se señala el culo. Pedimos un par de cañas, él un bocadillo vegetal y yo uno de calamares. Mientras esperamos por la comida me dice, malhumorado, que sólo ha conseguido una subscripción y dos apalabramientos. No tengo ni idea de cómo, pero acabo por decirle que yo no tengo ninguna subscripción sólo para consolarle. Con su traje azul eléctrico, brillante como un relámpago bajo los fluorescentes, parece frágil como un cristal de hielo en este universo enmoquetado, acondicionado y sobresaturado. Yo sólo estoy de paso por este horror vacui, pero él debe de vivir aquí el resto de su vida, lo que me resulta aterrador.
Me dice que tiene las hemorroides fatal, que cada vez que hace de vientre es como cagar un serrucho. Unos coágulos de sangre oscura y espesa coronan todas sus cagadas, y hasta ha tenido que ponerse una compresa en el calzoncillo. De alas, añade. Su plan es estar un par de días sin ir al baño, a base de arroz y Fortasec, para que le de tiempo a las heridas a cicatrizar. El problema de la continencia, y el punto flaco del plan, es que con dos días en barbecho sus deposiciones se volverán más duras y rugosas, lo que irá en detrimento de la salud de su maltrecho esfínter a la hora de aligerarlas. Un círculo vicioso del que le va a ser difícil escapar sin ayuda médica. Pero aunque no muestra el menor reparo en contarme hasta el último y sanguinolento detalle de su culo roto, no está dispuesto a que un galeno le eche una ojeada.
Cuando la camarera nos sirve, Damián la agarra del brazo para llamar su atención. Abre su bocadillo y le pregunta si eso es lo que él ha pedido. Ella le dice que sí: un vegetal. Damián enumera los ingredientes en voz alta: atún, mayonesa, huevo cocido y palitos de cangrejo. Lo único que tiene de vegetal este bocadillo, dictamina, es el pan. Le devuelve el plato a la camarera y le dice que le traiga un vegetal de verdad. Cuando estamos solos otra vez le digo que tampoco tiene que ponerse así, las circunstancias son especiales y tampoco debemos ponernos exquisitos. Sin ir más lejos mis calamares son transgénicos, están aceitosos y más duros que un adoquín, y no he protestado. Ese es mi problema, me dice, que nunca protesto. Como dándole la razón, me como mi bocadillo en silencio, y cuando estoy acabando le traen el suyo: un plato arrojado sobre nuestra mesa como una amenaza de muerte en forma de dos rebanadas de pan de molde con una hoja de lechuga y dos rodajas de tomate en medio. La broma nos sale por nueve euros cincuenta, cuando estamos rodeados de miles de personas que se están poniendo tibios gratis. De hecho, creo, esa es la naturaleza exacta de todo este circo.[Continuará]
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2 comentarios:
Si es que es verdad...el problema es que nos falta rematar...jajaja Saludos compañero!
Faltó añadir "al ojete", una ojeada al ojete...
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