martes, 23 de septiembre de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [45]


Damián me convence para comer algo por ahí; él invita. Me sorprende semejante dispendio en él, que vive a salto de mata, haciendo números hasta para dejar propina. Al momento comprendo que lo hace para compensarme por la bajada de sueldo con respecto a lo que él me había prometido. Acepto la invitación y él añade que el único requisito es picar algo de pié: hoy tiene la almorrana tigre especialmente rebelde. Por un segundo creo que es una excusa para gastar menos, pero después recuerdo sus cambios de postura durante la reunión: pensaba que estaba inquieto por algo, pero ahora ato cabos.
Vamos a una tasca reconvertida en tapería vasca de cadena. Elegimos unos cuantos pinchos (lacón, tortilla, pimientos rellenos, bravas, anchoas con queso, etc) y él me pregunta que qué me parece; yo le pregunto que qué me parece lo qué: el sitio, la comida, el trabajo o Lucía. Él me contesta con un gesto vago con el palillo, un poco diciendo que todo viene a ser lo mismo. Así que le respondo que me parece bien.
Noto que está pensativo; no le digo nada: nuestra relación va así. Al final arranca y me dice que ya sabe que Lucía es una cría, que tampoco quiere tener nada con ella. Guardo silencio, le dejo seguir. ¿Cuál ha sido mi relación más desastrosa?, me pregunta. Sé por donde va, así que respondo, desganado: Fátima. Esta parte ya me la sé, así que desconecto: es la única persona de nuestra edad con la que ha salido (incluso llegaron a vivir juntos unos meses). ¿Y por qué rompimos?, me pregunta: por las mamadas, me responde. Se fijó en ella, en un primer momento, por sus labios. Unos labios como si se hubiera comido medio kilo de higos verdes (sic). Durante toda su relación trató de convencerla para que le hiciera una felación, a lo que ella se negaba aduciendo que tenía intolerancia a la lactosa. Fue inútil tratar de convencerla de que la lefa no es un derivado de la leche, o de que no era imprescindible que se la tragase. Pero no hubo manera. Fin.
Ahora llegamos a una parte inédita, una coda que nunca le había oído y que le da la vuelta a todas sus reflexiones anteriores: si esta fábula siempre tenía como moraleja la idea de que la única persona adulta de la que se había enamorado había resultado ser una cretina, ergo todos los adultos son unos cretinos, pasa a la idea de que romper por algo tan trivial como una no-mamada una relación que, por todo lo demás, es perfecta, deja al desnudo una personalidad infantil e inmadura, con lo que se puede concluir que, a pesar de sus treinta y un años, todavía es un crío y, por lo tanto, con quien se siente más cómodo y con quien empaliza más es con otros críos. En este caso crías. Me parece la salida más fácil, o la segunda más fácil, y se lo digo. Se encoge de hombros y dejamos la conversación.
Aprovechando el impasse, me escabullo al baño a echar un pis. Un baño todavía nuevo, casi impoluto, con olor a frescor oceánico o a cualquier otra abstracción similar. Una fachada rota por el puñado de bello púbico atascado en el meadero.
Cuando Damián va a pagar descubre que no ha traído dinero suficiente. No aceptan tarjeta así que pagamos a escote. Él me asegura que al salir sacará dinero en un cajero y me devolverá mi parte. Yo le digo que da igual, pero lo peor de todo es que no me da igual.
Por el camino me pregunta que qué tal con la “innombrable”. Le digo que mejor, pero por un momento estoy a punto de contarle lo del mensaje en el móvil, lo de que no dejo de pensar en ella, lo de este diario que comenzó como un remiendo y ya parece un tapiz, lo de que no puedo dormir y lo de que me pongo a llorar en cualquier momento sin saber por qué; pero al final no le digo nada: nuestra relación va así. Mucho mejor, la verdad, le digo.
Nos despedimos hasta el día siguiente. Me recuerda que tenemos que ir de traje y me vuelvo y le digo que ya lo sé, y casi corro hasta casa para comprobar si me he traído el traje de casa de mis padres. Y sí, menos mal.
Por delante me espera una tarde inabarcable en la que no puedo pensar en nada que no sea Z. Es como una canción que se me ha metido en la cabeza y vuelve, una y otra vez, al menor descuido. Un estribillo coagulado en mi cerebro como un trombo: la imagen de Z haciéndome el amor, con gotas diminutas de sudor sobre el labio superior, se me adhiere a la piel como hielo seco. Ojalá pudiese dormir hasta mañana.
Para sacarse una canción de la cabeza, sólo se me ocurre una solución: tararear otras canciones. [Continuará]

2 comentarios:

Clara dijo...

Oh

Anónimo dijo...

que bien volver a leerte a menudo! no lo dejes... bonito fin
kss