Me declaro anglófilo. Culpable.
Desde pequeño, todo lo que tenía que ver con esa cultura me resultaba raramente atrayente.
Todas esas series con gente con dientes desalineados, todos esos platos hechos a base de vísceras rellenas, todos esos estampados de cuadros escoceses, esas campiñas interminables, esos páramos desolados, esos fish and chips. Todo me atraía.
La primera vez que visité las islas británicas tuve la sensación de haber estado ya con anterioridad. ¿En una vida anterior? Yo no creo en esas zarandajas, pero sí que me sentí extrañamente at home.
Cuando nuestro buen amigo John nos coló en la cámara de los lores noté como si algo se cerrase en mi sesera, como si algo adquiriese de pronto sentido. Una puerta se cierra, un misterio se resuelve.
Algunos momentos cumbre de mi relación con la cultura británica:
Monty Python: ayudaron a configurar mi sentido del humor. De hecho, lo modificaron como un gen mutante que lo vuelve todo patas arriba a su paso. A su lado, los hermanos Marx parecen una fábrica norcoreana.
Los Kinks: para un servidor, EL grupo británico por excelencia. Me entusiasma sobre todo su etapa Pye, desde sus inicios con un salvaje Rithm & Blues hasta que redefinieron el pop inglés en la segunda mitad de los sesenta. Todo el mundo dice que las letras de Ray Davis eran la perfecta crónica social de la Inglaterra de la época, y como yo no lo viví, pues me lo creo y aquí lo repito. Sea como fuere, sacaron alguno de los mejores discos de la época, y un recopilatorio de sus singles puede hacerte llorar de felicidad envuelto en tu traje Merc. ¿Mi disco favorito? Ya que lo preguntáis: The Village Green Preservation Society. Un diez sobre diez.
Sir Tim O' Theo, el genial cómic del no menos genial Raf. Vale, no es inglés, pero captura, a base de parodia, la esencia británica, con lo que es más inglés que lo inglés.
Sherlock Holmes: es un tópico, lo siento, pero es lo que hay. Todo lo que tiene que ver con el genio de Baker Street me entusiasma (en mayor o menor grado: nada es comparable a las novelas y relatos originales de Sir Conan Doyle; es obvio pero obligado el decirlo). Me gustó la serie de animación de Miyazaki; me he tragado la película de Robert Downey jr. y hasta, ay Señor, la he disfrutado; me he leído libros sobre y acerca de Sherlock Holmes cuyos responsables poco o nada tenían que ver con Conan Doyle (por no tener, no tienen ni el mismo oficio: escritor), y le tengo unas ganas tremendas a la nueva serie de Steven Moffat que actualiza la figura del legendario detective bajo el sencillo pero bonito título de Sherlock.
Las novelas de James Herriot sobre sus experiencias como veterinario por la campiña inglesa. Como a miles de lectores, leer sus aventuras me despertó la vocación de veterinario. Por suerte alguna otra ficción me volvió a dormir y cuando desperté me conformé con leer sus aventuras de veterinario. Es mucho más límpio.
Mi último descubrimiento: P.G. Wodehouse. Maravilloso representante y cumbre del humor británico, ese concepto que tanta felicidad nos ha brindado. Creador, además, de algunos personajes memorables, inolvidables, como el mitiquérrimo ayudante de cámara (o sea, mayordomo) Jeeves, una suerte de mezcla entre Sherlock Holmes y el señor Lobo, ese tipo que salía en Pulp Fiction y que todo lo arreglaba. Desternillante llegar al final de cada desventura de su desventurado señor Bertie Wooster y descubrir como el bueno de Jeeves ha logrado desfacer el entuerto. Entuerto que siempre tiene que ver con apuestas y enamoramientos de su enfermizamente enamoradizo amigo Bingo Little.
Vale, esto se me está yendo de las manos. Hay productos ingleses como para parar un train, como las comedias de Rik Mayall y Adrian Edmondson, los libros de Roald Dahl (que no es británico de nacimiento, pero como si lo fuera), las comedias de la Ealing y, yo que sé, Oscar Wilde.
Es decir, un larguísimo etcétera.
Para hacerse una idea creo que les ha servido.
Afectuosamente:
T.
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