sábado, 10 de octubre de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [69]

2 de diciembre - Cuando por fin logro conciliar el sueño, o su equivalente mustio, pálido y desinflado, me despierta un sonido cavernoso y retumbante. En mi cabeza, en mi sueño recién desprecintado, aquello crea imágenes de orquesta sinfónica afinando, pero resulta ser el aire de las tuberías dejando sitio de nuevo al agua.

Decido darme una ducha para celebrarlo. Dejo correr el agua un rato, que pasa de marrón a amarilla y por fin a incolora. Me la meneo un rato pero no logro emocionarme ni siquiera de forma refleja. Mi ducha no me pone.

Salvo el paréntesis Rafaela, mi vida sexual parece la de una vaca lechera. Una vaca que se ordeñase a sí misma, claro.

Encuentro una báscula en el baño, al fondo de una alacena misteriosa. La envuelvo en plástico de envolver para evitar las manchas marronáceas que la cubren y me subo: peso 78 kilos, 8 por encima de mi peso ideal según una revista que ojeé hace mil años mientras le cortaban el pelo a Y. Me quito el pantalón vaquero y bajo a 77 kilos. Respiro aliviado, no sé por qué. Hago cálculos: ¿el peso de las gafas se puede incluir en el peso corporal si sólo te las quitas para dormir y ducharte?

Nunca he hecho propósitos de año nuevo, pero hoy he decidido que el año que viene voy a adelgazar hasta 70 kilos. Me siento un poco convencional por el mero hecho de pensarlo, pero me agrada la idea de que algo en mí sea ideal, aunque sólo sea el peso.

Me queda, pues, un mes para comer lo que quiera. Después, puerros con queso fresco y cosas de esas.

Peso las gafas en la báscula de la cocina. Peso también mi orina en una baso (96 gramos), pero en la báscula del baño sigo pesando lo mismo que antes de mear: es como si mi cuerpo se adaptase, se amoldase y siempre fuese igual, haga lo que le haga: un objeto perfecto.

Como si Damián me estuviese espiando con una cámara oculta, me llama por teléfono en ese momento y, sin mediación, reflexiona en voz alta sobre la orina y sus variantes: la orina de la mañana, la orina de mitad de la noche, la orina de resaca, sus olores, sus matices, sus colores, su densidad.

Después (en el tiempo, lo que quiere decir “antes” en su cabeza), me dice que sus vecinos de arriba están a punto de parir, y que reza todas la noches, antes de dormir, para que el futuro bebé no sea llorón. Damián y yo compartimos una fobia a los ruidos de origen humano, así que entiendo perfectamente la situación de angustia por la que está pasando. Sin embargo me temo que está introduciendo poco a poco un tema: quiere pedirme que le deje mudarse a mi casa. Lleva un tiempo haciendo alusiones veladas: la cosa del trabajo está jodida, cuánto espacio libre tienes, en que buen vecindario has acabado, siempre he soñado con vivir en una casa, etc, etc... pequeñas cuñas casi imperceptibles pero que juntas sólo pueden ser eso: una intención.

Ya compartí piso con Damián (y con Lepo) y sé que somos compatibles, pero me he acostumbrado a vivir solo y estoy demasiado cómodo.

¿Se puede estar demasiado cómodo? Supongo que sólo cuando estás a un paso de estar incómodo.

Vivíamos en un piso que parecía una cueva con paredes empapeladas y muebles viejos, no antiguos; paredes desalineadas en las que no encajaba ninguno de los muebles, repintados tantas veces que parecían acolchados. Además de con una colonia de carcoma y una familia de ratones compartíamos el piso con Lepo (no recuerdo cómo se llamaba de verdad; un nombre compuesto no demasiado común, tipo Carlos Antonio). Tenía labio leporino, de ahí el sobrenombre, y Damián estaba convencido de que era contagioso, por lo que tenía un juego de vajilla para él solo: baso, plato, cuchillo, cuchara y tenedor. Todo lo lavaba y lo guardaba a parte; Lepo creía que simplemente estaba obsesionado con la higiene, lo cual no casaba demasiado con la falta de higiene de Damián en todos los demás campos. Lepo no era especialmente agudo.

Cuando los vecinos de arriba follaban siempre ponían una casette de Juan Pardo a todo volumen. Como perros de Pávlov, Damián se pone cachondo cada vez que oye a Juan Pardo; yo sólo puedo recordar a Lepo haciendo el pino-puente en el sofá en su imitación de actor porno en plena faena, dando cachetes a un culo imaginario y pasándose la lengua por los labios.

Tanto pensar en dietas me ha dado ganas de comer. Salgo a hacer la compra. Empiezo a pillarle el truco a la cerradura: empujar la puerta hasta completar el primer giro de la llave, y después tirar ligeramente, no hasta el límite.

Unas vecinas están hablando sobre la invasión de gatos. Saludo pero no me paro: es un tema en el que prefiero no entrar.

Me equivoco en el pin de mi tarjeta de crédito y no puedo sacar dinero para la compra. Como es por la tarde me quedo sin nada hasta mañana: un flashforward de mi vida, como no encuentre pronto trabajo.

A Damián siempre le queda un comodín: Carpintería de aluminio Cajaraville. A mí me queda pescar monedas en las fuentes.

Empieza a llover; cuento el dinero que me queda en la cartera y entro en una cafetería. Me quedo mirando a una chica preciosa que habla por el móvil. Ella me mira y pone los ojos en blanco y dibuja una espiral en el aire con el dedo índice en un gesto cómico y adorable que hace que me enamore de ella durante un minuto. Después entra un tipo que se sorprende al verla allí y se sienta a su mesa. El tipo lleva una badana en la cabeza, algo sólo aceptable si tienes cáncer.

No deja de llover, así que vuelvo a casa casi corriendo. Al llegar me doy la segunda ducha del día. En el silencio de la noche oigo a mi vecino hablando a voces y a los gatos maullando bajo los aleros de las casas, esperando a que escampe.

1 comentario:

SoL dijo...

hola, he leido los 69 manuscritos y espero mas, todos muy buenos interesantes, llamativos e insinuantes, creo que cada uno es unico y realmente siento la necesidad de seguir leyendolos.... bueno te invito a pasar por mi blog y aprobechando te dejo muchos besos y abrazos de SoL primaveral desde el Sur del Mundo.....