lunes, 28 de septiembre de 2009

:bruce willis y la lechuga


El término “subliminal” se lo inventó un tal Johann Friedrich Herbart (1776-1841) para designar a los átomos del alma (?) que son rechazados en el umbral de la conciencia.
Sin embargo, a día de hoy, lo “subliminal” parece estar inextricablemente unido a la “publicidad”. Sintomático, qué duda cabe: lo subliminal nació referido a la religión y acaba yendo de la mano de la publicidad, dos formas de sacarnos los cuartos.
Hoy tengo un sueño inquietante; inquietante cuando me despierto, no mientras lo sueño; verán: sueño que un señor de traje con acento británico pero amplio vocabulario español (el señor, no el traje), llama a mi puerta y me cuenta esta milonga: un benefactor norteamericano que prefiere mantenerse en el anonimato me ha escogido a mí, aleatoriamente de entre toda la población mundial, para recibir una cuantía anual de treinta mil euros. Así, por la cara, sin que tenga que hacer nada a cambio.
De primeras me muestro un poco escéptico: éste me quiere vender un curso de inglés en mil palabras o una nueva edición revisada y corregida de la Biblia Nácar-Colunga. Pero me lo empiezo a creer cuando me entrega un sobre reventón lleno de billetes de cincuenta euros.
El tipo, supongo que feliz de poder dar una buena noticia por una vez en su vida, observa mi perplejidad con media sonrisa mal contenida y los ojos húmedos por la empatía. Son esos ojos los que me indican que no me está mintiendo, que esta no es la versión 2.0 del timo de la estampita.
Ante mi incredulidad, con gesto confidente, de don nadie a don nadie, me explica que el anónimo benefactor puede ser benefactor, e incluso anónimo, pero lo que no es es imbécil: por complejos vericuetos legales que yo nunca podría llegar a entender y que por lo tanto no se va a molestar en tratar de desentrañarme, el desembolso de estos treinta mil euros anuales en concepto de becas de formación y ayudas a necesitados, le reportarán a su anónimo cliente unos beneficios netos, en forma de desgrabación fiscal, de más de un millón y medio de dólares anuales. Soy, me explica, el equivalente fiscal de una lechuga: un alimento de engorde negativo, con el que gastas más calorías digiriéndolo de las que proporciona su ingestión.
Me pide que firme el “recibí” y me entrega una copia dónde se puede leer con letra clara (Times New Roman) el nombre del benefactor: Bruce Willis. Vaya mierda de anonimato, pienso. A continuación el tipo se larga: hasta dentro de un año, me dice.
Aquí me despierto, y durante ese tiempo de duermevela en el que los sueños aún parecen tener cierto sentido, me envuelve una cálida sensación de gratitud hacia Bruce Willis; y mientras me ducho y me visto, y mientras salgo a la calle, pienso: qué buen tipo Bruce Willis, vale que es un poco derechón y que siempre pone la misma cara de estreñido, pero qué buen tipo. Y hasta planeo una maratón de Bruce Willis mental para esta noche, en plan El gran halcón, La jungla III, La muerte os sienta tan bien y El último boy scoutt. Lo mejor de lo mejor.
Y es aquí cuando entro en una cafetería a desayunar y hojeando el periódico veo que Bruce Willis ha estrenado película nueva y comienzo a inquietarme: ¿será mi sueño parte de una elaboradísima y novísima campaña de publicidad viral?
Por favor, si alguien ha soñado lo mismo, que me lo comunique, por que lo único que puedo pensar desde esta mañana es: dale tu dinero a Bruce Willis, dale tu dinero a Bruce Willis... él también lo haría si pudiese...

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