Nos despedimos con gestos del resto del grupo. Me siento triunfante, como saludando desde lo alto del podio. Una mirada significativa de Damián, que se despide con un brindis de vaso de tubo.
Afuera el temporal ha amainado ligeramente. Aunque no sé nada de meteorología me oigo decirle que el temporal actúa por ciclos y que pronto volverá a arreciar. Ella propone que cojamos un taxi; hay una parada calle arriba.
Cuando llegamos no hay ningún taxi pero hay gente esperando. Les preguntamos si están esperando un taxi (¿qué otra cosa podrían estar haciendo parados en una acera a las dos y media de la mañana una noche de temporal?) y ocupamos nuestro lugar en la cola. Allí al lado hay una tienda de animales, y los perros y los gatos pegados al escaparate parecen fuera de sí, dando vueltas en sus jaulas como locos. Me acerco y doy unos golpecitos con los nudillos en el cristal, pero ni se enteran. No estoy hecho para el cortejo, no sé que decir y sólo deseo que el tiempo pase rápido para que no le dé tiempo a pensárselo mejor. Rafaela se me acerca y me dice si prefiero los perros a los gatos. Le suelto mi contestación habitual: soy más de gatos, porque no hay gatos policía. Hasta ahora no he encontrado a nadie al que le haya hecho gracia esta contestación, y aún así sigo insistiendo en usarla. Ella nos hace un favor a los dos y simula no haberme oído. Al final era una pregunta trampa: odia a los animales. Lo dice con tanta inquina que me hace pensar que tiene algo personal contra ellos. ¿La raptó una jauría de dingos cuando era un bebé? Me apoya la cabeza en el hombro y me giro y me besa, y siento como si algo se me rompiera en los intestinos y un líquido tibio se me derramara por dentro. Volvemos a la cola para que no nos cojan el sitio una pareja que se acerca.
Empieza a llover otra vez y, como traídos por la marea, llegan tres taxis seguidos. Somos los primeros en la cola. Un par de minutos después, nuestro taxi. Entramos y ella le da unas indicaciones al taxista. Sé que no es mi casa, así que supongo que será su dirección. Está tomando claramente la iniciativa, lo que no me parece mal. De hecho, si de mi dependiera aún estaríamos mirándonos de reojo apoyados en la barra. Le toco la rodilla con mi rodilla, y a los pocos minutos siento el calor húmedo de la ropa en ese punto, como si sus treinta y seis grados se sumasen a mi treinta y seis grados en ese punto.
Tomo la iniciativa y pago la carrera, aunque ella no esboza el menor amago, haciendo que me pregunte si no será ella la que ha tomado antes la iniciativa de no pagar. Como sea, la sigo hasta su portal, la sigo por las escaleras (no hay ascensor) recreándome en el movimiento de su culo, y entramos en su piso, tercero B. Entre el ejercicio y la calentura mental de mirarle el culo durante cuatro minutos, la sangre me ha centrifugado el cuerpo a una velocidad inconcebible, reactivando todos los órganos mientras evaporaba los restos de alcohol. Ella todavía parece aletargada, lenta de reflejos. Una presa fácil para un depredador hambriento. Pero yo soy más bien herbívoro, rumiante. Mi principal método de ataque es un lametón, y eso hago. Ella me devuelve el beso con lengua, que sabe a alcohol fermentado y a fritanga. Hace un movimiento para quitarse la chaqueta mientras seguimos enganchados por la boca y le sube un rebufo que me trago enterito. Y ni por esas la sangre se me va de la entrepierna. Noto la polla hinchada, y sólo concentrándome me doy cuenta de que me estoy meando. Le digo que necesito ir un momento al baño y me indica la puerta.
Después de desahogarme me miro en el espejo. Me desabrocho unos botones y me subo la camiseta: estoy gordo por la falta de ejercicio; pálido y ojeroso por la falta de sueño; y encima me apestan los sobacos. Me echo desodorante, pero después pienso que sería raro que Rafaela me oliera y reconociese su propio desodorante, así que me limpio con papel higiénico humedecido, que se deshace y se me enreda en los pelos de los sobacos. Sólo se me ocurre pasarme un peine para desenredar los cachos de papel, pero con los tirones se me irritan los sobacos y me escuecen como si estuviesen en carne viva. Lo miro en la etiqueta: desodorante con alcohol. Yo no sé qué me pasa en los cuartos de baño ajenos, que me vuelvo gilipollas.
Salgo con los brazos separados como un pistolero en pleno duelo y me encuentro a Rafaela medio adormilada en el sofá. Me siento a su lado y comenzamos a besarnos y yo le meto la mano entre las bragas y el vientre, y bajo hasta que le rozo el bello púbico. Se separa de mi y me mira con una mirada con la que hacía tiempo que nadie me miraba: una mirada de deseo.
3 comentarios:
compañero, echale un vistazo a esto...
http://industriaaudiovisual.blogspot.com/2009/04/y-si-el-cine-as-we-know-it.html
Un abrazo!
mi...má!
Vaso de tubo....fe de erratas.
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