martes, 13 de julio de 2010

:dos meñiques

No sólo encontramos lo cómico en los detalles, también lo trágico. Para entender el gran tapiz de una tragedia hay que detenerse e inspeccionar minuciosamente cada tejido que lo compone. De lo contrario todo se convierte en espectáculo.
La lectura simultánea de dos grandísimas obras me ha mostrado un interesante paralelismo.
La primera es Operación Muerte, un manga en el que Shigeru Mizuki narra de forma desapasionada, y con un resultado apasionante, sus experiencias como soldado en el frente del pacífico en la Segunda Guerra Mundial. Tras las ficciones propagandísticas en la época del conflicto, hace ya tiempo que la postura más habitual a la hora de representar la guerra sea desmitificadora: la guerra es un infierno, la guerra no tiene nada de heroico, la guerra aliena, la guerra destruye al ser humano. Nada nuevo aporta, en ese sentido, esta obra. Quizás ver al bando japonés desde la mirada de uno de ellos, humanizando a unos soldados que desde la visión occidental eran poco menos que desalmadas máquinas de matar a las que no les importaba autoinmolarse por la causa de su imperio. Pues, oh sorpresa, resulta que a los soldados japoneses no sólo no les hacía una especial ilusión morir, sino que se escaquean del trabajo duro a la mínima oportunidad, se vengan de los mandos despóticos y cagan y mean como todo hijo de vecino occidental.


Un episodio estremecedor, uno entre los muchos que esta extraordinaria obra nos ofrece, se titula El meñique. El más pequeño de nuestros dedos, un fragmento minúsculo de carne y hueso en mitad de esa inabarcable máquina de picar carne y hueso que es la guerra. Ha caído un compañero, herido gravemente en mitad de la jungla. El médico y el protagonista, trasunto de Mizuki, se acercan hasta el cuerpo, y el galeno le dice a Mizuki que deben de cortarle un meñique al soldado caído. Esto lo hacen por dos motivos; uno religioso: el resto del cuerpo se perderá, pero ese fragmento conservado hará que su espíritu alcance la paz del más allá. El otro es logístico: ese dedo convencerá a los mandos de que el compañero, efectivamente, ha caído en combate. Mientras el médico sujeta la mano al herido, le pide a Mizuki que le corte el dedo con un golpe de su pala. Y digo bien: herido, no muerto. El médico sabe que no hay nada que hacer, que las heridas son mortales y que, además, arrastrar el cuerpo hasta zona segura es, además de un engorro, peligroso para él. Así que le cortan el dedo a su compañero mientras este suplica para que lo ayuden.
Realmente aterrador.
Otro meñique me lo encuentro por sorpresa en Necrópolis, la cruda y escalofriante novela (perdón pero ya no se me ocurren más adjetivos) del esloveno Boris Pahor, que narra sus experiencias como prisionero en el campo de concentración nazi de Natzweiler-Struthof. La novela es un río caudaloso sin freno al que uno se ve arrastrado como lector, que comienza cuando Pahor regresa entre un grupo de turistas al campo de concentración, y que activa una serie de recuerdos que lo llevan a rememorar el horror allí vivido. Si lo que sufrieron los prisioneros recluidos en el campo se puede llamar vida.


Uno de los pasajes bien podría titularse también El Meñique, si Pahor hubiese fragmentado su obra y les hubiese puesto título. El joven Pahor tiene una herida infectada en la mano que necesita de ayuda de un doctor, el jovencísimo doctor Jean, tan joven que más parece un estudiante de medicina que se ha autodenominado doctor para evitar los trabajos forzados. Esta actitud parece común a todo ser humano enfrentado a una situación tan extrema. Lejos del heroísmo y el sacrificio, lo habitual es la pillería, el egoísmo, la supervivencia a cualquier precio y a costa de quien sea. Pahor tiene el meñique vendado a pesar de que la herida ya se ha cerrado. Mantiene esa venda como salvoconducto para evitar los trabajos forzados. El doctor Jean lo comprende al echar un vistazo a la herida, pero vuelve a vendarle el dedo y sonríe en silencio. Sabe que Pahor domina varios idiomas y le pregunta si habla alemán, pues necesita un traductor para los informes médicos. Pahor responde que sí, sabiendo que eso puede salvarle del horno que a tantos compañeros se ha llevado.
Ese dedo meñique atrofiado, encorvado como un gancho el resto de su vida se convertirá con los años en motivo de vergüenza para el escritor, un recordatorio de su miseria, de su, en definitiva, instinto de supervivencia. Un garfio, un “gancho clavado en la pared de un precipicio que había salvado al alpinista del vacío de la nada.”
Dos meñiques...

1 comentario:

magin dijo...

http://www.hispashare.com/?view=title&id=9183
corto