7 de diciembre - La mancha de humedad ha crecido hasta ocupar todo el rincón. El papel de pared está empezando a despegarse, a descolgarse por arriba. Se ve la pintura que hay debajo, azul celeste, de cielo de verano.
Apago el móvil la mitad del día porque no me apetece hablar con nadie. Cuando lo conecto, ya entrada la tarde, unos críos me han dejado mensajes en el buzón de voz. A saber cómo han llegado hasta mi número. Hacen, sobre todo, rimas obscenas con mi apellido. Alguna hasta tiene gracia, si no fuera porque ya las he oído mil veces en el colegio y en el instituto.
Esto me recuerda que yo también hice algo parecido. Dejar mensajes en un contestador, quiero decir. No recuerdo quién (Cabeza, Junquera, uno de esos) filtró a todos los de la clase el número de teléfono de un tipo con contestador automático. Por aquel entonces era algo poco habitual, como de película americana, como de persona importante que tiene que estar siempre en comunicación, un piloto, un ministro, un cirujano... Durante unos días nos turnamos para llamar, cada uno desde su casa, y dejar mensajes obscenos. Pero yo no fui capaz de soltar ninguna obscenidad. Sólo fui capaz de decir: perdón, me he equivocado.
La voz de un niño diciendo serio, grave, circunspecto, en tú contestador, perdón, me he equivocado, probablemente sea más perturbador que todos los insultos, gritos y risas de todos mis compañeros.
Hago que desconecten, o lo intento, no lo tengo claro, la función de buzón de voz. Con el móvil en la mano me llama Damián. Me repite por tercera vez en poco más de un mes su metáfora de la pastilla de jabón. Usas la pastilla de jabón, que se va gastando hasta que sólo queda un pequeño trocito romo, un pedazo minúsculo que se te mete entre los dedos y que al final acaba por caerse por el desagüe o lo acabas tirando.
Esa metáfora le sirve para todo. Es como una plantilla en la que puede colocar cualquier contingencia, cualquier circunstancia, cualquier variable. Se puede aplicar a todas las enseñanzas básicas de la vida. En este caso: la vida no da marcha atrás.
Que gran novedad.
No sé ni a cuento de qué venía, pero a mí sólo me recuerda a Z.
Sí, otra gran novedad.
Pero tengo que asumirlo de una vez: quiero que Z vuelva. No quiero volver ni que volvamos, quiero que vuelva ella. No quiero hacer el esfuerzo logístico ni poseo la buena voluntad para dar un paso, pero quiero que vuelva.
Si yo tuviese una enfermedad mortal podría llamarla por teléfono y decirle que lo siento sin ser cierto. Algo enigmático, sin esperar respuesta. Simplemente eso: lo siento. Y la frase se quedaría ahí, flotando en el espacio, después de colgar el teléfono, hasta que unos meses después se enteraría por alguien de que yo me he muerto y recordaría la frase, lo siento, que ahora adquiriría nuevas resonancias, un nuevo valor, como las palabras de un difunto, que siempre son verdaderas y siempre hacen referencia a una realidad más profunda y solemne. Como si los fantasmas no pudiesen mentir o ser banales.
Sólo dos cosas y sigo: no sé si lo siento porque no recuerdo haber incumplido ninguna ley básica del tratado de la vida en pareja; segundo: mis fantasías parecen de adolescente alimentado a base de folletines.
Sigo: vuelvo a lo de siempre: mi relación con Z sería perfecta si me eliminase a mí mismo de la ecuación. Si soy un difunto, un recuerdo, parte del pasado. Todo parece mejor en el recuerdo, así que ¿por qué esforzarse? ¿Por qué intentar que vuelva al presente? ¿Para follar? ¿Es sólo eso? ¿Tanto lío por una terminación nerviosa que produce efectos placenteros por frotación? Toda la parafernalia que le rodea me parece como las subtramas amorosas de las películas de Hollywood: material para rellenar hora y media, pasos intermedios entre las escenas clave.
Entonces, ¿por qué ahora no hago más que volver a los tiempos muertos? ¿Por qué en mi recuerdo nuestra historia parece una película nouvelle vague?
Recuerdo que vamos a la playa en un autobús caliente como una sauna. Cada vez que el conductor detiene el autobús en una parada y abre las puertas, una corriente de aire fresco recorre el interior. Nos miramos a los ojos y nos regocijamos cada vez que aminora la marcha, cada vez que alguien hace una señal con el brazo desde una marquesina. A cada parada el viento huele más a salitre. Nunca lo podré olvidar.
Tenemos una fuerte discusión en un bar, esperando a que empiece una película para la que hemos comprado entradas en el cine de al lado. Entramos en la sala en silencio. Esperamos a que empiece la película sin decir una palabra, como si viniésemos solos y nos hubiesen tocado butacas contiguas por casualidad. Hacia la mitad de la película ella empieza a llorar en silencio, y yo no sé que hacer, así que apoyo mi cabeza en su hombro hasta que deja de sollozar y de sorberse los mocos. De pronto la película, que hasta ese momento era una banalidad ligera con musiquilla pop subrayando las situaciones cómicas, se vuelve algo grave y de impostada transcendencia. A los dos nos da la risa, como si cada frase de los actores fuera un chiste privado que sólo ellos y nosotros dos entendemos. Nos pasamos el resto de la película luchando por contener las carcajadas y los ataques de histeria entre los ssshhhh del resto de la platea.
Etc.
Le he dejado un poco de comida al gato en el pasillo. Mientras estaba entretenido comiendo salí por la ventana al patio y he cerrado la puerta por fuera. He vuelto a entrar por la ventana hasta el pasillo, arrinconando al gato contra la puerta cerrada a sus espaldas. He hecho ruidos conciliadores mientras me acercaba, en una evidente postura de caricia, pero el gato me ha recibido con una actitud defensiva, bufando con la boca abierta, enseñándome los dientes y con una pata elevada con las garras fuera. Parecía un león en miniatura, con el pelo erizado. Era exactamente como un león a escala, la maqueta de un león atacando.
Me ha producido una tristeza insoportable, enorme, insostenible.
He vuelto a hacer el viaje a la inversa para abrir la puerta, y ha salido corriendo como un rayo. No creo que vuelva.
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