No me gustan las necrológicas, pero no puedo evitar hacerme eco del fallecimiento de Eric Rohmer, uno de los directores de cine que más placer me han provocado a lo largo de mi vida. Desde que el maestro Hueso Montón, en alguna clase de Historia del cine, me puso tras la pista de su obra al decir que era su director favorito, sus películas han ido cayendo una tras otra ante mis hipnotizados ojos. La primera fue Cuento de verano; una película rara para introducirse en su obra, la verdad: para ser uno de los maestros de la palabra filmada, era curioso que tardasen unos diez minutos en abrir la boca.
Desde entonces, lo dicho, el aliento contenido de emoción en películas como Mi noche con Maud, La rodilla de Clara, El rayo verde, La coleccionista, La mujer del aviador, Cuento de otoño, de primavera, de inviertno, El amigo de mi amiga, El árbol, el acalde y la mediateca y bueno, prácticamente todas. Porque, a diferencia de otros de sus compañeros de la Nouvelle Vague, léase Truffaut, Godard o Chabrol, su carrera apenas sufrió altibajos desde los lejanos tiempos de El signo del león (1959). A pesar de que Rohmer no era un jovenzuelo (nació en 1920: era el más veterano de la nueva ola), y ya tenía un corpus teórico y estético sumamente elaborado, esta ópera prima todavía estaba lastrada por cierta indefinición. El propio Rohmer, que de tonto no tenía un pelo, se percató y decidió echar el freno y dar marcha atrás: se curró un par de cortos (La panadera de Monceau y La carrera de Suzanne) a modo de obras-manifiesto, donde sus ideas teóricas ya se veían reflejadas en la pantalla sin artificio, puras y prístinas, en uno de los estilos cinematográficos más personales e inimitables (y aún así tantas y tantas veces imitado).
Y desde ahí, cuatro décadas de excelencia, desde La coleccionista hasta El romance de Astrea y Celadón. Cuatro décadas profundizando en las relaciones humanas con una profundidad, una hondura y una sinceridad prácticamente sin parangón en la historia del cine. Olvídense de los prejuicios, olvídense de sus imitadores que creen que una película de Rohmer es: tipos con pinta de franceses hablando sin parar y citando a Pascal cada cuatro frases. Olvídense de todo y sumérjanse en alguna de sus películas. O mejor, sumérjanse en una de sus películas y olvídense de todo.
Incluido que Eric Rohmer ha muerto.
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