Tres motivos para odiar a mi doppelganger: uno, se ha sacado unas oposiciones para bedel en la administración, con lo que tiene una vida laboral más saneada que la mía; dos, en los ratos libres se dedica al humor gráfico (el sueño de mi vida), y ya ha logrado colar unos cuantos chistes en publicaciones de ámbito local. Su último chiste: una marquesina que anuncia «Esta noche, gran estreno: Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon Monplaisir». Dos tipos de entre el público decimonónico que sale del cine están comentando la jugada; uno le dice al otro: “La mejor película que he visto en mi vida.”
Hasta aquí, los motivos de mi odio son producto de la envidia pura y dura. Lo admito. El tercero no: el hijoputa se dedica a pasearse por su piso en zapatos de tacón. Tapas de madera contra tarima flotante, háganse una idea. No me puedo ni imaginar de dónde ha sacado unos zapatos de tacón del número 45, ni por qué se los pone para estar en casa, pero está acabando con mi salud mental.
Me lo encuentro una semana antes en el ascensor, está leyendo su último chiste publicado en el Enfermos Coronarios Digest. Como un anciano sabio, me alecciona: las ideas hay que saber conjurarlas, pero también hay que saber conjugarlas, dice. A pesar de que odie las aliteraciones, y más aún que un ser que han fabricado a partir de mi sebo me dé consejos, tomo buena nota: una idea brota en mi mente, primero como una nube informe que después se enfoca y adquiere los rasgos rubicundos, salpicados de marcas de viruela, de un comercial del Círculo de Lectores. En esos momentos el interfecto está en el baño, en medio de una emergencia, y yo aprovecho para leer la sinopsis de “La lágrima del Arlequín”, el nuevo best-seller de Walton Farber-Jones tras el rutilante éxito de “La hija del payaso”: el protagonista es un anciano millonario que el único movimiento que hace es el de accionar una manivela. Con una manivela abre y cierra el toldo de la terraza, iza las velas del yate, sube y baja el minibar de la piscina... podría meter un mecanismo electrónico en todos esos artilugios, pero le gusta ese movimiento circular al que su cuerpo, sus músculos y sus articulaciones, se han ahecho. Le recuerda su primer trabajo, con ocho años, haciendo sonar un organillo en el circo...
Lo que sí suena es la cisterna, y cara-de-charco vuelve al comedor e interrumpe mi lectura, con lo que me quedo sin saber que coño pinta el arlequín en toda esta historia. Me pregunta si he encontrado algo que me pueda interesar y respondo con un claro y prístino SÍ. Estoy muy interesado en realizar un pedido; el único inconveniente, improviso, es que en breve me mudaré de casa. Le comento, todo candidez, si sería posible que me enviasen el pedido a mi nueva residencia.
¿Conozco ya la dirección?
Sí, claro.
¿Podría facilitársela?
Por supuesto: es, curiosamente, el piso justo encima de éste.
¿4º-B?
Ahá, 4º-B.
Oigo el taconeo sobre mi cabeza y me refocilo en mi venganza como el que engulle el consomé pensando ya en el postre. Me envalentono y le digo que quiero hacer un pedido mayor. No quiero mirarlo fijamente, pero juraría que algo crece en su entrepierna cuando digo esas palabras: pedido mayor. Ojeo el catálogo y voy dictándole sobre la marcha:
365 cócteles sin alcohol.
La ley de Murphy de los Deportes de Invierno.
1001 Chistes de secretarias judiciales.
Origami para zurdos.
Y en general, todo lo que lleva el círculo rojo brillante de novedad o el círculo dorado brillante de best-seller, sobre todo si en alguna parte bajo el título aparece resaltada la palabra mágica “trilogía”.
De diez a doce días después llaman a mi puerta justo cuando me estoy limpiando el culo. Y menos mal que la descarga fue generosa, porque lo que veo me quita las ganas de cagar para dos semanas. Me da tanta vergüenza que a partir de ahora lo contaré en tercera persona:
En el umbral de la puerta está el comercial de Círculo de Lectores, sonriente, sentado sobre una caja de cartón del tamaño de un Wolsvagen Escarabajo. Como ya es tarde para echar un vistazo por la mirilla y guardar silencio hasta que se vaya, su primer impulso es tirarse al suelo en posición fetal y llorar hasta que todo se solucione por sí solo. Masculla unas palabras ininteligibles, en un idioma pre-humano que el comercial, misteriosamente, parece entender. Le dice que la señora del 4º-B ya le explicó que se había atrasado la mudanza. Repite lo de señora con retintín, el tipo de “señora” que se afeita dos veces al día y mea de pié.
En ese momento, como si la “señora” estuviese oyendo la conversación, en el piso de arriba se oye un zapateo frenético, arrítmico e insistente, como si un bailarín de claquet acabase de sufrir un ataque epiléptico. Nuestro protagonista grita para dentro, y el roce de su bramido contra las cuerdas vocales producen un susurro que resuena en sus entrañas y se repite en un eco que sólo él puede oír. El comercial le pasa la factura para que la firme.
Ya a solas abre el Wolsvagen y saca un libro al azar. La ley de Murphy hace que ese libro sea La ley de Murphy de los Deportes de Invierno. Abre de nuevo el libro al azar y lee:
“Tercera ley de Newton de las batallas con bolas de nieve: Todo proyectil lanzado contra un enemigo desprevenido se vuelve contra uno mismo multiplicado por diez en tamaño y compactación.”
El único consuelo que le queda es robarle a su doppelganger el Enfermos Coronarios Digest del buzón.
La realidad dibuja extrañas y complejas filigranas que algunos gustan de llamar destino y otros azar. Yo ni idea, oigan, pero la cosa es que me leo el número de Julio-Septiembre, Especial Miocardiopatias, un poco por curiosidad, un poco por llevarme algo ligero al cagadero, y oh sorpresa, doy con algo que probablemente me salva la vida: un artículo sobre la miocardiopatia restrictiva. En la descripción de síntomas me siento retratado como en un fotomatón, por lo que decido ir a un especialista.
Tras mil pruebas me diagnostican, efectivamente, una miocardiopatia restrictiva sumamente avanzada. A pesar de la medicación y de la terapia antiestrés (complicada cuando mi “vecina” de arriba y su nuevo “amigo”, un rocker con sobrepeso, parece que se han apuntado a unas clases de baile acrobático que me hacen desear, en comparación, volver al Dachau para mongólicos de mi infancia), la única solución viable es el trasplante.
Me ponen en una lista de espera y, adquirida la deseada categoría de minusválido, me puedo quedar todo el día en casa esperando a que el corazón de mi doppelganger diga basta y dé su última cabriola.
Tengo todo el tiempo del mundo y libros de sobra para no aburrirme mientras tanto.
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