1 de diciembre - Carlota es pelirroja, y siempre va vestida con combinaciones de verde y/o violeta, como una villana de Marvel. Y algo de genio maligno tiene, una décima de segundo de demora en cada respuesta que da y que le confiere una segunda intención a todo lo que dice; o quizás soy yo, que soy un desconfiado. Pero lo que es indudable es que Carlota es la típica persona que te lía para que le hagas favores al tiempo que te convence de que es ella la que te lo está haciendo, con lo que una relación con ella acaba convirtiéndose en una telaraña confusa de favores que le debes.
Después del asunto del jersey y, sobre todo, del affaire “apuntes para las oposiciones”, le “debía” dos favores recientes, lo sabía, así que cuando hoy me llamó me temí que querría cobrarse uno, sobre todo cuando insistió después de que la primera vez no le contestase. Contesto y es para ofrecerme su ducha. No sé cómo se ha enterado de que la mía no funciona; bueno, sí se cómo: sólo ha podido ser Damián. Lo que no se es por qué.
En los viejos tiempos de solteros formábamos los tres una relación triangular. Un triángulo de camaradería, no sexual; un triángulo rectángulo en que Carlota era la hipotenusa y Damián y yo los catetos, en todas sus acepciones. Si había confabulaciones y confidencias eran entre Damián y yo, nunca con Carlota. O eso creía.
Me pregunta qué tal estoy con un énfasis especial. Le respondo que bien pero no le pregunto cómo está ella: la típica cortesía que no me surge de forma natural porque en realidad no me importa cómo pueda estar ella ni casi nadie.
Quiero ir a su casa tanto como arrancarme una tirita del antebrazo, así que tengo que hacerlo cuanto antes y de un tirón. ¿Una ducha a las cuatro de la tarde? Por qué no. Cuando estoy terminando de acicalarme como un gato, intentando lograr la apariencia de no necesitar una ducha a base de agua mineral y desodorante, suena el timbre, otro restallido eléctrico que rompe mi tibia y plácida existencia. Es una de las vecinas, que me llama don Emilio y me habla como si fuera el médico del pueblo; me dice que va a bajar a la fuente a por unos cubos de agua y que si quiero puede traerme de paso. Que una anciana de setenta años (por lo bajo) me carrete cubos de agua hasta casa me suena demasiado feudal, así que le digo que voy con ella y cojo unas botellas vacías y un cubo.
La fuente está calle abajo, escondida detrás de unos setos que cierran el parking improvisado en que se ha convertido un solar en eterna futura construcción. Atravesamos una zona embarrada por unas piedras estratégicamente colocadas y entramos en un paraje a medio camino entre la Tierra Media y donde se pinchan los yonkies. El manantial surge gélido y sin brío de un canalón oxidado en mitad de un muro de piedra. El único elemento que me recuerda que seguimos en el siglo XXI es el cartel de No potable clavado encima del canalón. La vieja (creo que Engracia) se agacha antes de que pueda ofrecerme a echarle una mano, mostrándome sus medias hasta las rodillas y una porción de pierna desnuda, blanca como el requesón, y unos huecos poplíteos inflados y llenos de venas. Sentí un escalofrío entonces y lo siento ahora al acordarme. Dejo que el agua me corra por las manos hasta que se me quedan insensibles, rojas como las de una pescadera, para limpiarme de todo lo que no puedo limpiarme.
A la vuelta, bamboleándonos con el peso, Engracia me pregunta qué tal está mi vecino. La pregunta me descoloca un poco, pero lejos de querer establecer un diálogo a cámara lenta le digo que bien. La miro de reojo y la veo negar con la cabeza. Hasta mañana. Aquí todo el mundo se despide “hasta mañana”.
Tengo una ocurrencia feliz: intento encender el coche para dejarlo morir en soledad en el parking junto a la fuente pero, milagro, responde con ronco entusiasmo y me atrevo a ir en él hasta casa de Carlota. Ella me recibe ligerita de ropa, con una especie de vestidito verde sin mangas, por la mitad del muslo. Me da un abrazo y dos besos como si me acabase de quedar viudo.
Que me tome una ducha parece de repente una cuestión de vida o muerte, así que me lleva antes de nada hasta el cuarto de baño, que huele intensamente a rosas, no como el mío, que huele intensamente a puerto de mar. Cuando se agacha para coger una toalla de un cajón se le sube el vestido y veo como me mira de reojo para ver si yo le estoy mirando las piernas. Yo, que sí se las estaba mirando, aparto la vista en el último instante y simulo mirar las fotos que tiene colgadas a los lados del espejo. ¿Es una locura pensar que ella pueda estar interesada en mí? Carlota apenas conocía a Z de vista, pertenecían a dos facciones distintas de mi grupo de amistades, así que no creo que en ella haya camaradería post-ruptura. Envalentonado con el reciente éxito con Rafaela pienso que tal vez sí haya cierta tensión sexual en el ambiente. Me miro, me sopeso en el espejo: mi look Bob Dylan de las viejas fotos ha tenido que ir evolucionando por culpa de las gafas de alta graduación, las entradas más que incipientes y la tripa, hacia un look Godard.
¿Es Carlota una chica Godard? ¿A quién puedo preguntarle? A Damián, descartado. Primero: porque las recientemente descubiertas conversaciones entre ellos lo señalan como agente doble. Segundo: cree que todas las mujeres están enamoradas de él. Eso es una enfermedad, estoy seguro. Para Damián, hasta su madre está enamorada de él, y en su mente enferma no sólo no resulta descabellado, sino que hasta tiene cierta lógica: su madre se enamoró del padre de Damián, y él es igual que su padre sólo que joven y con menos nariz.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario