Como en un juego de tablero, volvemos al punto de partida y, de nuevo, somos los últimos en llegar. Benito ha hecho un recuento de las subscripciones y nos anima a intentarlo con más ímpetu. Ahora empieza lo bueno, nos asegura. Y efectivamente, de regreso a mi reducto del pabellón A compruebo que el público ha aumentado considerablemente en número, y que la media de edad ha disminuido ligeramente, con un mayor número de profesionales y funcionariado mezclados con los jubilados de antes.
De pronto se arma un gran revuelo: una ola de gente se aproxima por el pasillo central, una marabunta humana hirviendo de flashes. En los stands se comenta que es alguien del gobierno autonómico que viene a inaugurar oficialmente el acto. Así que, oficialmente, la mañana ha sido una pérdida de tiempo.
El gentío pasa delante de mí, y sólo logro entrever unas coronillas iluminadas por las antorchas y los flashes. Se dirigen al salón de actos seguidos por cientos de curiosos, entre los que veo a Benito. Con el pabellón más tranquilo, y sin supervisión directa, decido darme otro paseo recreativo.
Recorro la zona de los aceites y los quesos, probando con gesto profesional y analítico toda muestra gratuita que se me pone a tiro. En una esquina se amontona la gente frente a un stand en el que sirven cañas rellenas de crema. Presiento que voy a ser un habitual de esta zona, iluso de mí. Me pongo en la cola, relamiéndome mientras una señora rellena las cañas en vivo y en directo ante un entusiasmado público al que sólo le falta aplaudir. Cuando me llega el turno de coger una caña, elijo justo la que mantiene en equilibrio la bandeja, que se desmorona en mitad del pasillo con una compleja cabriola. La señora de la manga pastelera me tranquiliza mientras recoge del suelo las cañas echadas a perder mientras yo le pido mil disculpas con mi caña en la mano. Queda en la moqueta una mancha indeleble y acartonada como una polución nocturna, y me alejo cabizbajo comiéndome mi caña. Nunca un dulce me ha sabido tan amargo.
Justo al lado, como para compensar, un stand de un grupo dietético. Mucho panfleto y ningún producto comestible, supongo que para no salir perdiendo en la odiosa comparación. Como centro de todo el montaje han colocado una aparatosa báscula, también gratuita, a la que la gente se sube con una risa nerviosa tras hacer una larga cola. Hay colas para todo. La báscula escupe un discreto papel con el peso, que sólo puede ver el interesado. A pesar de que la báscula mide el peso, no el volumen, todos, sin excepción, meten barriga al subirse en ella. Me limpio los restos de azúcar de la boca y sigo mi recorrido.
Llego a la zona divisoria entre los dos pabellones, un pasillo acristalado en cuyo centro, como si viviésemos en un mapa político, se puede apreciar un ligero cambio en el tono azul de la moqueta. Conteniendo la respiración atravieso la línea imaginaria y entro en el pabellón B. A primera vista, se percibe que en esta zona están los stands de las grandes marcas y corporaciones alimenticias. En vez de hilo musical se oye por megafonía el discurso del alcalde, que termina entre aplausos y da paso a la Consejera de Agricultura y Pesca, que hilvana una serie de lugares comunes sobre la magnificencia de los productos de nuestra nación. Veo de lejos a Damián, al margen de toda esta parafernalia, y me acerco sigilosamente para verlo en acción.
Su forma de proceder no tiene nada que ver con la mía. No hay en su gesto el menor rastro de ansiedad. Parece limitarse a informar a los transeúntes, como si un rumor bien fundado hubiese llegado por algún cauce oculto hasta sus oídos, y quisiera hacerles partícipes de él al mayor número de personas posible. Como un favor, sin compromisos. La gente se para a escucharle, presta atención a sus palabras, ¡incluso le hacen preguntas! Es cierto que después se van, pero Damián les entrega un folleto y se despiden con una sonrisa.
Me acerco un poco más para oír lo que les dice. Me interesa sobre todo su frase de apertura: “¿Le gusta a usted el vino?” Perfecta: es simple, casual, y distrae al posible cliente de la verdadera intención de la posterior arenga: que suelte dinero. Otro truco de prestidigitador. Dejo a Damián ultimando una venta y me dirijo a mi pabellón, para reposicionarme en mi atalaya. Por el camino decido probar la frase de apertura de Damián, pero en mí suena artificial y envarada, como si le estuviese insinuando a mi interlocutor que quizás sea un borracho.
El resto de la tarde me parece ahora una fracción de tiempo tan intranscendente que los científicos ni siquiera se han molestado en ponerle un nombre; sólo los restos del hastío y el dolor hormigueante de pies me recuerdan que la realidad ha sido otra. Estadísticamente hablando, la media de subscripciones ha estado en torno a las 5, con Ismael, uno de los comerciales, destacado con 11, y yo a la cola con 2 (una más o menos cerrada y un apalabramiento de última hora que fue más una disculpa amable que otra cosa). Damián, desconsolado con 8 subscripciones.
La mayoría del grupo se han ido a tomar una copa, pero yo me he excusado diciendo que estaba muy cansado y que me venía para casa a dormir. Con la cara de muerto reciente que tengo, todo el mundo ha dado la explicación por buena y nos hemos despedido hasta mañana.
Sólo queda una hora y media para eso, y no sé de dónde voy a sacar fuerzas y ganas para enfrentarme a otro día como el de ayer. Quisiera desaparecer y que mi cuerpo vacío se encargase de toda esta burocracia y mantenimiento. Pero las personas son como las casas: deshabitadas se derrumban antes.
De pronto se arma un gran revuelo: una ola de gente se aproxima por el pasillo central, una marabunta humana hirviendo de flashes. En los stands se comenta que es alguien del gobierno autonómico que viene a inaugurar oficialmente el acto. Así que, oficialmente, la mañana ha sido una pérdida de tiempo.
El gentío pasa delante de mí, y sólo logro entrever unas coronillas iluminadas por las antorchas y los flashes. Se dirigen al salón de actos seguidos por cientos de curiosos, entre los que veo a Benito. Con el pabellón más tranquilo, y sin supervisión directa, decido darme otro paseo recreativo.
Recorro la zona de los aceites y los quesos, probando con gesto profesional y analítico toda muestra gratuita que se me pone a tiro. En una esquina se amontona la gente frente a un stand en el que sirven cañas rellenas de crema. Presiento que voy a ser un habitual de esta zona, iluso de mí. Me pongo en la cola, relamiéndome mientras una señora rellena las cañas en vivo y en directo ante un entusiasmado público al que sólo le falta aplaudir. Cuando me llega el turno de coger una caña, elijo justo la que mantiene en equilibrio la bandeja, que se desmorona en mitad del pasillo con una compleja cabriola. La señora de la manga pastelera me tranquiliza mientras recoge del suelo las cañas echadas a perder mientras yo le pido mil disculpas con mi caña en la mano. Queda en la moqueta una mancha indeleble y acartonada como una polución nocturna, y me alejo cabizbajo comiéndome mi caña. Nunca un dulce me ha sabido tan amargo.
Justo al lado, como para compensar, un stand de un grupo dietético. Mucho panfleto y ningún producto comestible, supongo que para no salir perdiendo en la odiosa comparación. Como centro de todo el montaje han colocado una aparatosa báscula, también gratuita, a la que la gente se sube con una risa nerviosa tras hacer una larga cola. Hay colas para todo. La báscula escupe un discreto papel con el peso, que sólo puede ver el interesado. A pesar de que la báscula mide el peso, no el volumen, todos, sin excepción, meten barriga al subirse en ella. Me limpio los restos de azúcar de la boca y sigo mi recorrido.
Llego a la zona divisoria entre los dos pabellones, un pasillo acristalado en cuyo centro, como si viviésemos en un mapa político, se puede apreciar un ligero cambio en el tono azul de la moqueta. Conteniendo la respiración atravieso la línea imaginaria y entro en el pabellón B. A primera vista, se percibe que en esta zona están los stands de las grandes marcas y corporaciones alimenticias. En vez de hilo musical se oye por megafonía el discurso del alcalde, que termina entre aplausos y da paso a la Consejera de Agricultura y Pesca, que hilvana una serie de lugares comunes sobre la magnificencia de los productos de nuestra nación. Veo de lejos a Damián, al margen de toda esta parafernalia, y me acerco sigilosamente para verlo en acción.
Su forma de proceder no tiene nada que ver con la mía. No hay en su gesto el menor rastro de ansiedad. Parece limitarse a informar a los transeúntes, como si un rumor bien fundado hubiese llegado por algún cauce oculto hasta sus oídos, y quisiera hacerles partícipes de él al mayor número de personas posible. Como un favor, sin compromisos. La gente se para a escucharle, presta atención a sus palabras, ¡incluso le hacen preguntas! Es cierto que después se van, pero Damián les entrega un folleto y se despiden con una sonrisa.
Me acerco un poco más para oír lo que les dice. Me interesa sobre todo su frase de apertura: “¿Le gusta a usted el vino?” Perfecta: es simple, casual, y distrae al posible cliente de la verdadera intención de la posterior arenga: que suelte dinero. Otro truco de prestidigitador. Dejo a Damián ultimando una venta y me dirijo a mi pabellón, para reposicionarme en mi atalaya. Por el camino decido probar la frase de apertura de Damián, pero en mí suena artificial y envarada, como si le estuviese insinuando a mi interlocutor que quizás sea un borracho.
El resto de la tarde me parece ahora una fracción de tiempo tan intranscendente que los científicos ni siquiera se han molestado en ponerle un nombre; sólo los restos del hastío y el dolor hormigueante de pies me recuerdan que la realidad ha sido otra. Estadísticamente hablando, la media de subscripciones ha estado en torno a las 5, con Ismael, uno de los comerciales, destacado con 11, y yo a la cola con 2 (una más o menos cerrada y un apalabramiento de última hora que fue más una disculpa amable que otra cosa). Damián, desconsolado con 8 subscripciones.
La mayoría del grupo se han ido a tomar una copa, pero yo me he excusado diciendo que estaba muy cansado y que me venía para casa a dormir. Con la cara de muerto reciente que tengo, todo el mundo ha dado la explicación por buena y nos hemos despedido hasta mañana.
Sólo queda una hora y media para eso, y no sé de dónde voy a sacar fuerzas y ganas para enfrentarme a otro día como el de ayer. Quisiera desaparecer y que mi cuerpo vacío se encargase de toda esta burocracia y mantenimiento. Pero las personas son como las casas: deshabitadas se derrumban antes.
4 comentarios:
"y que mi cuerpo vacío se encargase de toda esta burocracia"... infórmate sobre el síndrome de Cotard.
Saludos desde el Otro Lado, a la espera de unas cañas no derramadas.
Habitualmente nos quedamos a la espectativa, con energía para más pero hoy... la crisis se vuelve contagiosa y solo te pedimos dos cosas: vuelve pronto y vuelve contento, ¡lo necesitamos!
Estimado señor:
Su historia me ha hecho reflexionar sobre el poder desestabilizador de la bollería.
Me encantaría poder compartir un café con usted. Si ve que procede, podríamos concretar fecha para tan singular evento.(Con Pepe mofeta ya contacto yo).
Un saludo
Estimado compañero, no se si se ha pasado usted ultimamente por nuestra querida "fogonazos" pero sobre todo uste debería leer esta entrada...GENIAL!!!
http://fogonazos.blogspot.com/2009/01/universos-que-se-derrumban.html
Un saludo, maese escribano
Publicar un comentario