sábado, 30 de julio de 2011

:lo contrario de la nostalgia

1.Van pasando los años y mi película favorita de Miyazaki sigue siendo Nicky, la aprendiz de bruja. Hay en su aparente simplicidad y falta de pretensiones, en su ligereza, algo que me fascina, que me hace volver a ella (real o mentalmente) más que al resto de la producción de genio nipón. La ciudad imaginaria donde se desarrolla la acción es una suerte de mezcla de los distintos “encantos” europeos, una especie de recuerdo falso que recrea Miyazaki, un ideal irreal, como todos los ideales. Quizás por esa condición de ideal resulte tan familiar y parezca aludir al inconsciente de cada uno de los espectadores, como si todos hubiésemos estado en esa ciudad en algún momento de nuestras vidas, de visita, de vacaciones, de paso; o simplemente hallamos soñado en ella o con ella. Parece anclado en un pasado idílico, un ayer donde la tecnología es practicamente la nuestra pero los entramados sociales parecen un poco más sencillos. Los personajes participan de una bondad que siempre parece de otra época, nunca de la nuestra. Seguramente el hombre nunca ha sido tan “bueno” como en esta película; en ningún momento ni en ningún lugar.

La nostalgia es ese falso recuerdo, esa tibieza que uno asocia a todo lo pasado. Quiero ser antinostálgico: mi cerebro envía esos impulsos y lo verbalizo una y otra vez, para mí mismo, porque no me lo acabo de creer y lo sé.

2. Ojeo libros y webs de juguetes de hace dos décadas, intentando recordar qué era ser niño, y si se parece al recuerdo que tengo de ser niño. Tente reinaba por aquí, haciendo la competencia al gigante Lego, que al menos a mi vida llegó después, y por lo tanto siempre creí que era una copia. Tente, de Exin, además de bordear el peligro de plagio por su sistema de construcción de piezas de plástico, también se la jugó sacando la línea Roblock, a todas luces inspirada en la franquicia Transformers.

Yo tuve un Transformer que se convertía en una especie de F-14 deforme, un reloj de pulsera con forma de robot que se convertía en reloj de pulsera, y un Roblock. Por aquel entonces no entendía de franquicias ni marcas, y aunque no todo parecía tener el mismo acabado, la misma calidad, sí que todo parecía legítimo. Por eso entiendo que a un niño de ahora le pueda parecer igual de justificable y de disfrutable Transformers (la película) y Transmorphers (la película).

No me dí cuenta hasta mucho más tarde, como todo el mundo, de que en casa no éramos ricos. Así que esa Navidad, aunque el Roblock que más me gustaba era uno azul que (creo recordar) se convertía en un avión o en un helicóptero, me conformé con otro más pequeño y barato. Era amarillo y feo. En su versión vehículo era una especie de camioneta extraña, como las que utilizan en el ayuntamiento para arreglar el tendido eléctrico. El color amarillo ayudaba a dar esa sensación de vehículo de construcción, alejándolo de otra posible inspiración en un vehículo de exploración lunar. En su versión robot era una especie de tiranosaurio de brazos raquíticos que dejaba muy poco margen para la aventura, limitaba demasiado la imaginación al estar tan poco diseñado para la acción. Parecía un señor con un traje tres piezas, treinta quilos de sobrepeso y sombrero. Un señor con bigote y gota. Era la antítesis de la figura de acción. Así que duró poco montado (es lo bueno de los juguetes de bloques) y fué muchas cosas, siempre cosas nuevas. Era lo contrario de la nostalgia.