miércoles, 4 de mayo de 2011

:ja-ja

Es sábado y todas las colas del supermercado son interminables. Todo el mundo lleva los carros llenos. Elijo una cola casi al azar y pienso en cualquier cosa menos en las demás. Me da igual si la mía avanza más o menos rápido que las otras: he hecho un pacto conmigo mismo: no voy a ponerme nervioso, no voy a perder la paciencia, consideraré este tiempo no como tiempo perdido, sino como un tiempo de enseñanza: nunca volveré al supermercado un sábado, nunca volveré al supermercado un sábado.

Cuando se va acercando mi turno veo a la cajera que me toca. Al principio me suena su cara, después la ubico con precisión. Vino conmigo al instituto. Se llama Begoña. La recuerdo perfectamente: fuimos juntos en segundo y en tercero, y en un par de optativas de C.O.U. Recuerdo dónde se sentaba en clase, recuerdo a una amiga con la que iba a todas partes, como si fueran siamesas, recuerdo un par de cruces de miradas que tuvimos y que yo creí significativas pero que nunca llegaron a ninguna parte fuera de mi cabeza.

Mi mejor amigo estaba colgado de su siamesa, así que yo tenía, en cierto modo, una obligación contractual con Begoña, aunque no me atraía demasiado. Los cuatro juntos camino a la clase de gimnasia, mi amigo y la siamesa en su mundo de susurros y risitas. Yo hago un comentario sin gracia por romper el silencio y Begoña suelta una risa sarcática, despiadada, un ja-ja que me destroza por dentro y que me hace odiarla y seguir odiándola hasta el día de hoy.

Se ha formado una cola detrás de mí, demasiado tarde para cambiarme de caja. Pienso en simular que me he olvidado algo, pero ya no hay sitio por donde salir con el carro. Estoy encajonado, no me queda otro remedio que pasar por esto lo más rápido posible.

Ella ha cambiado bastante, o no ha cambiado nada en absoluto; no sé. Simplemente es la versión treintañera de la adolescente que conocí. Y yo soy una mezcla entre mi yo de entonces y mi padre, un estadio intermedio, como a medio hacer. Por dentro sigo siendo exactamente igual. La experiencia es un mito, sigo igual de desamparado y de tonto, como si todo me sucediese por primera vez cada vez.

Llega mi turno. Evito su mirada pero la miro, saluda mecánicamente, mira el contenido que he sacado de mi carro y saca un número de bolsas acorde y comienza a pasar los productos por el lector de códigos. Alguno se le resiste y teclea números. En ese momento me doy cuenta de que no llevo efectivo, de que tendré que pagar con tarjeta, de que cotejará mi nombre en el carnet. Si no ha visto mi cara, si no me ha reconocido, quizás sí recuerde mi nombre. Miro su nombre en la tarjeta que lleva en el pecho: Le atiende Marta. Pero ella es Begoña, a esta distancia estoy seguro al cien por cien. Hasta sus manos son iguales, sus gestos, su respiración, su desinterés es el mismo. Quizás la tarjeta no sea de ella, o la camisa no sea de ella. Quizás está haciendo una sustitución de última hora, no sé, desconozco los entresijos de un supermercado.

Mira mecánicamente mi carnet y pasa la tarjeta por la ranura. Me dice que tengo que introducir el pin y aparta la mirada con discreción profesional. Todo acaba en escasos segundos. Estoy al otro lado del arco, con mi cartera en el bolsillo y las bolsas cargadas en las manos. Me marcho sin mirar atrás, pero siendo consciente de que estoy evitando mirar atrás.

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