3 de diciembre - Durante la noche escampa y bla bla bla. Cuando la muerte se inmiscuye en la vida todo se vuelve banal, aunque sea la muerte de alguien que no conoces o de alguien que no te importa. No es el caso, porque todavía no está muerto y sí lo conozco.
Me llama mi madre y después de una retahíla de lugares comunes que hace que parezcamos un anuncio demasiado largo, se calla un segundo, como para coger carrerilla mental, y me dice lo que quería decirme desde el principio: el tío Gabriel vuelve a estar mal, lo que quiere decir que vuelve a tener cáncer, o que recayó o como coño se diga.
La primera vez, debe de hacer unos siete u ocho años, tuvo cáncer de colon, creo. Por alguna alusión, alguna conversación telefónica oída a medias, llegué a la conclusión de que tuvo cáncer de colon y que, aunque al principio pintaba mal (lo suficiente como para que volviera a hablar con mi padre) al final parece que “se lo cogieron a tiempo” y “salió adelante”.
Qué recuerdos tengo de mi tío Gabriel: la mayoría, de una época que vivió con nosotros en casa, no recuerdo por qué ni por cuánto tiempo. En mi memoria aquello pareció durar un año, pero probablemente fueron dos o tres semanas, un mes como mucho. La conclusión a la que llegué fue que tuvo algún problema con su mujer, Matilde, sobre todo porque una noche ella vino a casa y estuvieron todos hablando en el salón y por la mañana el tío Gabriel se fue. Por aquel entonces todo eran problemas de trabajo o problemas de mayores, y aquello tenía pinta de problema de mayores. De hecho, a los pocos años se divorciaron.
Mi tío Gabriel fue la primera persona que conocí que se divorció. Para mí era un pionero, un adelantado a su época, porque trabajó en Alemania y se trajo un video VHS cuando sólo algunos por aquí tenían un Beta, porque en las fotos de la boda de mis padres llevaba un traje de terciopelo, y porque tenía un pendiente.
Cuando vivió con nosotros dormía en mi habitación, en mi cama. Yo dormía en un colchón en el suelo, un colchón de cuna que me dejaba los pies afuera. Antes de dormirnos reinaba un aire de campamento, con pedos y chistes verdes. Todo se acababa cuando apagábamos la luz.
A los pocos minutos, supongo que cuando se creía que yo ya estaba durmiendo, él se ponía a sollozar, a llorar con la cara pegada a la almohada. Así estaba un tiempo que se me hacía interminable, hasta que se quedaba dormido y empezaba a roncar. Creo que de ahí viene mi animadversión hacia los sonidos de origen humano, a esas noches interminables de insomnio en que sólo lograba dormirme al alba, ya por puro agotamiento.
También recuerdo “El misterio del azafrán en el lavabo”, uno de los primeros misterios reales que resolví en mi carrera de detective privado infantil (sin contar la tuerca de pendiente desaparecida, porque simplemente la encontré y eso no supone ningún ejercicio deductivo, sólo recorrerse toda la casa a cuatro patas): tardé como tres días en darme cuenta de que aquellas hebrillas rojas no eran azafrán, sino pelos de me tío. Eso explicaba que apareciesen por la mañana, justo después de que él se afeitara (nunca he dicho que yo fuera un niño inteligente).
Recuerdo que dibujaba muy bien, y mientras lo miraba garabatear él me decía que era descendiente de Van Gogh. Yo no entendía muy bien como él podía ser descendiente de Van Gogh y mi padre y yo no, pero eso explicaba que dibujase bien y fuese pelirrojo, y nosotros no.
Recuerdo estar toda la familia viendo una comedia romántica, una de Rod Hudson o alguien así, y una chica está en la bañera leyendo un libro y mi tío, que está sentado a mi lado, me dice en petit comite, agrio, resentido, que eso es una tontería porque las manos siempre se te humedecen con el vapor y el libro se moja y se arruga y se echa a perder. No se si de ahí me ha quedado cierto escepticismo hacia cualquier tipo ficción, y la costumbre de cuidar en extremo los libros.
Mi madre me dice que mi tío Gabriel está ya internado y que no saben cuanto durará, pero que de ésta parece que no va a salir. Cuantas palabras para hablar de la muerte. Yo hago mi gran viaje mental hasta casa, hasta el funeral, hasta todos los familiares y conocidos y me produce tanto hastío, tanta pereza, que casi desearía morirme yo para ahorrármelo.
Por lo demás, me han dejado publicidad en el buzón: ¿Vacaciones en Rumania? Claro, por qué no.
4 comentarios:
cuanta pena... odio que la gente se muera...
Estoy de acuerdo con los dos últimos comentarios.
Si es que el que tiene el don de la palabra lo tiene y punto.
Ya me gustaría a mí escribir tan bonito.
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