domingo, 16 de noviembre de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [49]

Me paso el resto de la velada, que finalmente pasamos apalancados en su piso, con una estúpida y rígida sonrisa social por la presencia de Z en la foto, que rompe inesperada, repentinamente, la intimidad y cualquier promesa de erección. No sólo siento como si nos pudiese ver, sino que desearía que pudiera hacerlo.
Rendidos a la evidencia de que no saldremos del piso, Gita decide cambiarse de nuevo y esta vez se pone un caftán con diseños de amebas y remates en pedrería. Se saca con una socarrona sonrisa un poco de hachís y demás adminículos necesarios para preparar un porro de una cajita de boj, y me pide que líe uno mientras ella prepara un té. Desde la cocina me pregunta que té prefiero y me suelta una retahíla de colores, sabores y aromas. A mí el té me sabe todo a agua hervida, así que le contesto que el mismo que ella. Mientras lío el petardo voy atando cabos: el caftán, las estanterías llenas de piedras, el disco de Ravi Shankar de fondo, la colección de tés, la cajita con tabaco aromático...estaba a punto de liarme con una hippie.
No tengo nada en contra de este entrañable colectivo; no más que en contra de cualquier otro, en todo caso. De hecho comparto con ellos la admiración por cierta etapa de Grateful Dead, y el respeto por el concepto de “amor libre”, que como idea me parece estupenda si se combina con una férrea política de depilación selectiva. A este respecto, Gita era para mí un misterio, con las gruesas medias del uniforme antes y el caftán hasta los tobillos ahora.
Mi mente, como un tren en un cambia raíles, se dirige ahora a toda máquina hacia la foto de Z, que me mira con sus ojos rojos por el flash como si fuera a arroyarla. Tengo que acercarme para cerciorarme de que es ella: nunca la había visto en dos dimensiones, tan maquillada ni riéndose a carcajadas, pero no cabe duda de que es Z. No me podía creer que la hubiera vuelto a encontrar, y ahora que había cogido el extremo de la madeja, no pensaba soltarlo. Pero fui incapaz de preguntarle esa noche a Gita por ella; es decir, ni sabría cómo sacar el tema ni me parecería correcto sacarlo: la mezcla de indecisión y moralidad que se empeña e aguarme la fiesta desde siempre. Así que me tomo el té (que me sabe a agua hervida ligeramente azucarada) y nos fumamos el canuto y aunque no nos enrollamos recibo mensajes como para mantenerme el optimismo sin llegar al delirio; de hecho, Gita se me empezaba a mostrar como ese tipo de persona que en primera instancia resulta exuberante y con el tiempo simplemente un plasta.
Ella insiste en acercarme hasta casa en el coche, pero yo la disuado y me marcho andando. Lo prefiero así, para airear el humo que me enturbia y ralentiza las sinapsis. Nos damos dos besos, uno a cada lado de la boca, rozándonos las comisuras como una promesa de sexo futuro. En ese momento tomo la decisión, y caminando a casa me reafirmo: seguiré con Gita hasta donde pueda, hasta averiguar qué sabe de Z. Lo siento como un punto de no retorno en mi proceso autocomprensión: por si me quedaba alguna duda, soy un cabrón. Lo disfrazo, eso sí, con ropajes de cultura popular, y me veo a mi mismo como Keith Richards en Altamont sodomizando a la generación de las flores; como Bob Dylan en Newport volándole la cabeza a los pazguatos de jersey de cuello cisne y chaqueta de pana a base de feedback. Soy un cruce entre el Agente Flint e Iggy Pop.
De vuelta en el presente, ya está a punto de amanecer. Escribiendo se me ha pasado la noche inesperadamente liviana y tranquila. Me entran unos retortijones y me voy al baño y cago un monstruo que hasta me hace sangrar un poco el culo. Si estuviese dormido: ¿a dónde habrían ido esas ganas de cagar? Echo de menos mi antigua vida nocturna: mi ritual de acostarme, mis posturas favoritas para dormir, levantarme a echar un pis a media noche y volver a arroparme, refocilándome en la pereza de mi cuerpo; echo de menos estirarme hasta que me crujan todas las articulaciones, parapetarme tras el edredón hasta que los ojos se me acostumbren a la luz de la mañana, amasar despreocupadamente las legañas, apagar el despertador y seguir unos minutos en cama, sintiendo los latidos del corazón y cómo las tramas de los sueños se desdibujan y diluyen como volutas de humo. Echo de menos soñar, también.
Me afeito concienzudamente (fosas nasales incluidas) y me ducho y plancho un poco (o plancho mal) el traje. La camisa huele a humedad. Todavía queda un buen rato para acercarme al palacio de exposiciones, así que desayuno con calma, con cuidado de no mancharme y miro por la ventana y espero a que sea la hora.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Más y más rápido (mejor complicado).