sábado, 9 de agosto de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [42]


Me hago el interesante y decido no ir al día siguiente, aunque me lo paso encerrado en mi habitación haciendo que leo mientras pienso en ella todo el tiempo. Al día siguiente tengo que hacer un esfuerzo para no presentarme a primera hora de la mañana en el hotel. Me paseo al mediodía por delante y echo un vistazo a través del ventanal: hay otra camarera. Espero hasta la tarde y vuelvo: está Z y entro. Me sonríe con aire de reconocimiento y el corazón me palpita como en un amago de infarto. Me siento en el mismo taburete; el resto del bar está vacío. No tengo mucho que contar, pero afortunadamente ella sí: ha estudiado hostelería, especialidad de maître. Empezó en ese hotel haciendo unas prácticas en recepción, y acabaron contratándola. Entró un tipo recomendado y a ella la pasaron al bar. No está nada contenta, aunque nadie lo diría por su expresión. Ahora estudia quinto de francés en la escuela de idiomas. Yo de pronto nos veo recostados en la cama, ella leyéndome los comics de Sfar en francés que me compré en un calentón. Y hablamos de Colette, y de Garrel, y de Tardi, y de Godard, y de Rohmer, y de todos los franceses que amamos. Ella me dice que quiere irse a trabajar al extranjero y ya puedo anticipar la angustia de la separación, que hará nuestro amor más resistente y nuestra relación más fuerte. Qué tonto soy.
Por mi parte, no hago nada ni tengo ningún plan ni ningún sueño. Soy como el espejo que está detrás de ella, pero sin cagadas de mosca. Ella no me cree, y yo le dejo que me dé forma a su gusto.
Me dice su nombre y yo le digo el mío. Formalmente, ya no somos unos desconocidos.
Me presento al día siguiente y al siguiente. Hay más clientes que se reparten su atención, pero me siento un privilegiado: después de cada refriega vuelve a mi rincón y se queja en voz baja. Soy su confidente; casi tengo una erección.
Al día siguiente le han quitado el esparadrapo de la nariz y está charlando con un tipo sentado en un taburete. Por la expresión corporal y palabras sueltas que me llegan se nota que se conocen. Me siento a una mesa y me muestro taciturno cuando me atiende. Todavía se ríe de algo que ha dicho el tipo. Ella le posa la mano en el antebrazo, sobre la barra, y es como ácido recorriéndome la espalda. Memorizo su cara huesuda y su cuerpo magro: todo mi odio concentrado, todo mi dolor y mi soledad.
Como un mártir, tomo la decisión de no volver al hotel. No volver a ver a Z.
Al que sí volví a ver es al tipo magro. Los miércoles iba con mi equipo de futbito a echar un partidillo a la cancha de nuestro antiguo instituto. Teníamos que saltar una verja y empalmar los cables de la iluminación. Lo hacíamos con la connivencia de Arturo, el portero, que vivía en una casa justo al lado del instituto. Jugábamos una liguilla extraoficial entre distintos grupos de colegas, con cigarrillos en los descansos y ronda de cañas al final.
Un día, en el equipo contrario, un nuevo fichaje, el amigo de un amigo supliendo a un lesionado. Era él, claro, lo reconocí en cuanto lo vi y me lo adjudiqué como par. Se llama Fernando. Lo tanteé con dureza desde el primer choque, sin que él pareciese acusarlo. No era especialmente bueno, y mis compañeros no entendían porque me empeñaba en hacerle marcaje al hombre y dejaba campar a sus anchas a Rogelio (“Rogelinho”), la estrella de su equipo. Yo, cabezón, ni les contesté.
En la segunda parte aprovecho que lleva el balón controlado por mi banda y dejo una pierna atrás para zancadillearle a la altura de las rodillas. Pero él me dribla y cuando intento reaccionar la pierna de apoyo se me queda clavada y siento un chasquido en el tobillo: mi esguince crónico ataca de nuevo. Me caigo al suelo roto de dolor, encogido en posición fetal agarrándome al tobillo. Mis llantos son como el pitido final: se ha acabado el partido. En mi estado soy incapaz de saltar la verja, así que tienen que ir a avisar a Arturo para que la abra. Nos mira simulando sorpresa, pero nadie se atreve a decir nada en voz alta y romper el acuerdo tácito que nos vincula todos los miércoles de nueve a diez.
Alguien me tiene que llevar a urgencias pero todos se hacen los locos y acaba acompañándome Fernando. Se siente culpable por la jugada, pero yo le digo que no tiene la culpa, que es una vieja lesión. Al final resulta que es un buen tipo. Mientras esperamos a que me atiendan llama por teléfono a su novia (o a alguien llamada Mónica de la que se despide con un beso y un “y yo también”) para decirle que va a llegar tarde a cenar.
Mientras me vendan, entre latigazos de dolor, me siento feliz. [Continuará]

5 comentarios:

Anónimo dijo...

aaayysss... el tono está cambiando, ¿también lo estará el Toño? jejje... bicos vi.

Cachi dijo...

Siempre acaba pasando lo mismo, nos montamos unas películas de la leche en la cabeza y, al final, el grandísimohijodelagranputa es un tío cojonudo...
¡Qué tontos somos! ¡Y qué putas!

campanilla dijo...

has escuchado comfortably numb?
un saludo, que hacia mucho que no pasaba por aqui...

toni bascoy dijo...

Qué razón tenéis todos! Pero que lectores más listos me han salido! En serio, estoy de acuerdo con todas vuestras apreciaciones. Y sí, he escuchado la de Pink Floyd, y de hecho hubiese sido un buen título para este despropósito; lamentablemente, el día que empecé no estaba muy inspirado.
Un saludo a todos!

Cachi dijo...

"Mientras me vendan, entre latigazos de dolor, me siento feliz."
¿pero qué te han vendado? ¿las manos? Esto está más aburrido... ¡¡Llevas semanas secuestrado!! ¡¡¡Pasa de Galloso y vuelve aquí!!! ¡Queremos saber de Z!